viernes, 20 de julio de 2007

Relato

Me gusta viajar en tren. Siempre me ha parecido un medio de transporte muy romántico, favorecedor de las relaciones humanas y sobre todo, cómodo. Así que cuando, por motivos laborales, comencé a viajar asiduamente a Madrid, decidí rápidamente que aparcaría el coche y lo utilizaría todo lo posible. Pronto, mis idas y venidas se convirtieron en algo casi diario; y el tren me permitía durante dos horas y pico, preparar mis entrevistas de trabajo antes de la llegada a destino, con lo que la teórica pérdida de tiempo se convertía en realidad en una inversión. Podía, gracias a los viajes, dedicar mi tiempo libre a otras cosas, mientras transformaba los desplazamientos en horas efectivas de trabajo, además de librarme del estrés del caótico tráfico de la capital.
Debido a mi actividad, no siempre cojo el mismo tren. En ocasiones uso el que llamamos aquí “el de los ejecutivos” que sale a las 7:11 h y llega a Madrid a las 9:45 h; donde todos o casi todos los viajeros enchufamos el portátil casi antes de conectar nuestras posaderas con el asiento. En otras, prefiero madrugar menos para llegar justo antes de la hora de la comida en un tren que llega desde Vitoria; éste hace un recorrido con muchas paradas y paisajes montañosos, arbolados cerrados, encajonamientos de rocas irisadas, profundos valles verdísimos y otras muchas distracciones que lo hacen especialmente bello, distrayéndome en ocasiones de la monotonía del ordenador, o permitiéndome reflexionar tranquilamente durante la contemplación por la ventanilla de las preciosas vistas.
Mi vida transcurre así, casi sin darme cuenta, entre trayectos relajantes que permiten mantener mi nivel de estrés dentro de los límites de la cordura, practicando sin saberlo la cultura del slow down mucho antes de que se pusiera de moda en nuestro país.
Para la vuelta a casa, suelo tomar un regional exprés que sale de Madrid a la 20:30 h, aunque en ocasiones, sobre todo cuando los cursos o reuniones de trabajo se alargan hasta después de la hora de cenar, prefiero coger un tren que se llama Costa Vasca. Éste es un tren a la antigua, con sus vagones divididos en compartimentos a lo largo de un pasillo, con su puerta y sus cortinas que separan del corredor y permiten cierta intimidad; con sus asientos alargados a ambos lados del compartimento, con vagón restaurante y sus vagones litera, extrañamente incómodos.
Durante el verano pasado tuve que usar con frecuencia este último tren para volver a mi ciudad, ya que me tocó en varias ocasiones asistir de ponente en algún curso. Por desgracia, mi forma abierta de impartirlos suele hacer que se alarguen innecesariamente para debatir con los alumnos y aclarar dudas usualmente vanas, repetitivas, que deberían haber quedado claras durante el desarrollo de la clase, pero que muchos alumnos, con ganas de destacar, se empeñan en subrayar.
Aquel jueves, después de despedir a uno de los alumnos con evidentes síntomas de intoxicación etílica por culpa de buffet de la merienda, decidí quedarme a dormir en Madrid, en el mismo hotel en el que impartía las clases. Llamé a mi esposa para avisarla del cambio de planes, prometiendo volver al día siguiente en el tren de la noche, y , si podía acortar todo lo posible la sección de ruegos y preguntas, llegar a casa antes de que se metiera en la cama.
Cuando el recepcionista del hotel, tras consultar con el gerente de turno, me confirmó que no había ni una sola plaza para pasar la noche; pensé que no era cuestión de buscar habitación en un hotel distinto y que podía darle una sorpresa a mi mujer: aún estaba a tiempo de tomar el Costa Vasca sin darme demasiada prisa. Podía presentarme en casa a dormir y volver al día siguiente, ya que mi turno de ponente no comenzaba hasta las 16 h.
Pedí un taxi que me dejó en la estación diez minutos antes de la partida de mi tren. El tiempo justo de coger el billete y presentarme en el andén correspondiente casi a la carrera, pues ya anunciaban por megafonía la salida. Busqué un compartimento vacío junto al vagón restaurante y coloqué mi maletín en el portaequipajes de encima de mi cabeza justo cuando el tren iniciaba su recorrido.
Me dolían los ojos, estaba cansado y hambriento; y como en el tren ya no se podía fumar más que en el restaurante, pensé en aprovecharme que no había paradas hasta llegar a Ávila para acercarme a dicho vagón, tomar una cena ligera y echar un cigarrillo. Con un poco de suerte, Álvaro, uno de los camareros con lo que había hecho amistad durante varios viajes, estaría de turno y me distraería contándome algún chascarrillo o poniéndome al día de la actualidad de los fichajes de la liga de fútbol. Cuando salía del compartimento, casi choqué con Pepe, uno de los revisores habituales con el que también había coincidido muchas veces en el vagón restaurante:

- Buenas noches, Pepe. ¿Cómo va el servicio hoy? – Saludé alegre-.
- Bien, bien, no hay mucha gente. ¿Vas a echar un pito?
- Sí –contesté-. Voy a ver si Álvaro me pone algo caliente para cenar y me distraigo un rato –dije tendiendo mi billete para que lo picase-.
- Pues va a ser que no... Hoy no está él de servicio. Pero si me esperas diez minutos, te acompaño y te doy un rato de palique – dijo devolviéndome el pasaje agujereado. Y echándome un vistazo, continuó- No hace falta que cargues con el maletín. Déjalo en el compartimento; apenas hay viajeros, y como hemos salido desde Atocha, ya están casi todos dormidos. No creo que haya mucho movimiento esta noche.

Dudé apenas un segundo, pero mi profesión consiste en mantener buenas relaciones con todo el mundo, y el secreto del éxito es precisamente saber en quién confiar, así que con un encogimiento de hombros contesté:

- Vale, te espero tomando algo y te invito a uno de esos puritos aromáticos que sé que te gustan.
- Diez minutos y estoy contigo – contestó abriendo mucho los ojos y anticipando el placer oloroso-.

Después de un rato de conversación, una frugal cena y un par de cafés, volví a mi sitio. El compartimento estaba a oscuras y con las cortinas echadas. En principio pensé que Pepe había tenido la gentileza de cerrarlas para evitar que nadie viera mi escaso equipaje; pero al abrir la puerta corredera, comprobé con sorpresa que una chica joven estaba acostada en el asiento frente al mío, con una mochila por almohada. Inmediatamente, dirigí mi mirada hacia el lugar donde había dejado el maletín. Allí continuaba, intacto. De hecho, apenas se veía, tumbado como estaba sobre el portaequipajes. Entre silenciosamente para no molestar a la otra pasajera.
La muchacha, vestida con una falda larga estampada con pequeñas flores rojas y una camiseta de tirantes, había dejado sus sandalias romanas cuidadosamente debajo del asiento. Su cuerpo, demasiado delgado, estaba echado de lado con las piernas encogidas y los pies apuntando hacia la ventanilla. No entiendo cómo no pudo escucharme al entrar; debía dormir profundamente, porque ni siquiera cambió el ritmo de la respiración cuando ocupé mi asiento, abrí mi maletín y encendí mi portátil. En realidad no tenía apenas trabajo atrasado, pero me parecía de mala educación quedarme allí simplemente contemplándola, o más bien adivinando las formas de su huesudo cuerpo en la penumbra, así que me empeñé en mirar ceñudo la pantalla mientras revisaba distraído los correos electrónicos que habían llegado a mi cuenta.
En un momento determinado, la otra pasajera hizo un movimiento en sueños, haciendo un pequeño ruidito con la respiración al moverse. Miré disimuladamente hacia ella para ver si se había despertado. Mi mirada se quedó prendada de su cuerpo. Era rubia ceniza, con el pelo rizado; y con el movimiento onírico había colocado las piernas en ángulo recto. Una apoyada en el asiento que usaba de cama, y la otra junto al respaldo que hacía tope contra su espalda. Estaba viviendo el sueño de todo hombre, ya que todos somos algo mirones. La muchacha con su postura me ofrecía una visión perfecta de su ropa interior: un tanguita de hilo dental de color carne. Traté de volver la vista a la pantalla, pero estaba como hipnotizado por la visión. Por una parte, me daba corte que la chica se despertara y se diera cuenta que estaba observando la entrepierna que me enseñaba accidentalmente. Por otra, mis ojos recorrían, como si fuera mi lengua, el borde de aquel tanga, adornando más que tapando los labios mayores que se me mostraban.
Miré más descaradamente aquel paisaje, deleitándome con sus curvas y valles. Aprovechando la luz que erráticamente llegaba desde el exterior me descubrí tratando de ver cómo llevaba adornado el pubis, ya que se veía en sus labios los efectos de una depilación reciente. No sé si fueron mis pensamientos lúbricos o mi mirada que se estaba solidificando sobre su cuerpo; pero, de repente, me pareció ver que su monte de venus se contraía, como bajo los efectos de una caricia leve. Me fijé más detenidamente: Sí, ahí estaba de nuevo la contracción... Sonreí para mis adentros.
Me incliné hacia delante, acercándome un poco más a ella y la miré a la cara. Estaba en fase REM, o sea que dormía profundamente. No había posibilidad de que se despertara de repente ni de que estuviera fingiendo para ver como reaccionaba yo. Durante un segundo pensé en dejar de lado lo que estaba haciendo y concentrarme en mirar tan bello espectáculo, pero el pudor me venció. ¿Y si se despertaba y me descubría observándola? Con el ordenador encendido al menos tenía una excusa para disimular y no hacer más violenta la situación. Además los sueños eróticos de mi compañera de viaje no eran cosa mía, podían muy bien haberme pasado desapercibidos.
Refugiándome tras la pantalla de cristal líquido seguí deleitándome con el espectáculo de sus órganos femeninos en plena tormenta. En realidad, el tanga era el culpable de aquella situación. Encastrado fuertemente en el perineo de la desconocida, restiraba de la piel de su vientre, haciendo que la costura del triangulo bordeara y rozara levemente la entrada a su vagina con los movimientos de su propia respiración. No pude evitar otra sonrisa al pensar en lo molesto que sería cuando despertara, me viera allí y no pudiera ajustar la indiscreta prenda en su lugar.
La joven pasajera hizo otro movimiento para tratar de acomodarse de nuevo, supongo que para evitar el molesto roce de la lencería, lo que me hizo desviar de nuevo la mirada a su cara. Seguía profundamente dormida. Cuando mis ojos volvieron a posarse en sus muslos no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. El tanga se había desplazado con el último movimiento dejando al descubierto uno de sus labios mayores, ya fuera del todo de la prisión a la que le había estado sometiendo aquel minúsculo trozo de tela. El resultado era favorecedor para mi mirada pervertida. Ahora podía observar claramente que estaba totalmente depilada a través de la transparencia de la tela. El inconveniente para su dueña es que ahora era uno de sus labios menores el que sufría la tortura de la presión; aunque por los movimientos, que se estaban haciendo cada vez más pronunciados y rítmicos y por la humedad que comenzaba a empapar sus bragas, no parecía encontrarse nada incómoda...
Mi imaginación masculina comenzó a trabajar a toda máquina. ¿Y si se despertaba con un apetito voraz de hombre?¿Sería capaz de tomar la iniciativa y echarse encima mío como una de esas ninfómanas de leyenda?¿Me veía yo capaz de actuar como los galanes de los relatos eróticos? Sin darme cuenta, mi corazón se estaba acelerando ante la posibilidad de un contacto que tenía tantas posibilidades de llevarse a cabo como las que tiene un novato de hacer hoyo en un solo golpe jugando al golf: ninguna. Lo más probable es que la chica se despertara de repente y me viera observándola con aquella mirada lúbrica y, o bien montara un escándalo, o bien se sintiera tan cortada que fuera incapaz de decir ni buenas noches. No obstante, por si acaso, palpé el bolsillo de mi chaqueta donde suelo guardar los preservativos... Siempre he sido de la opinión que la imaginación de los escritores tiene que tener una base real.
Entretanto, los movimientos de la muchacha se estaban convirtiendo en una masturbación en toda regla. Su respiración se tornaba irregular por segundos y era evidente, por el vaivén de sus caderas, que estaba disfrutando de lo lindo con aquel sueño erótico. Su placer estaba extendiéndose por entre las capas de sueño y no tardaría mucho en despertarse. Por mi parte, la erección que había comenzado a crecer entre mis piernas abiertas no era fácilmente disimulable ni siquiera con la pantalla del portátil en medio.
Me asusté de veras cuando la chica volvió a acomodarse en el asiento. Esta vez sus manos se dirigieron descaradamente a su pubis, acompañando el movimiento de sus caderas con evidente intención. Ya no sabía dónde meterme, y por un momento, pensé en apartar el ordenador y hacer otro viaje al vagón restaurante. Quizá eso sería lo más caballeroso por mi parte. Fumar un cigarrillo y dejar a mi acompañante a solas con su placer. Pero, por otra parte, además de estar disfrutando a tope con el espectáculo, cualquier movimiento por mi parte, incluso la más leve respiración, probablemente daría al traste con el juego de la mujer, además de crear una situación insostenible para ambos; así que contuve la intención de toser, de moverme, casi de respirar. Por aquel entonces, la viajera ya había apoyado el interior de los nudillos de su mano derecha sobre su clítoris, apartando con la zurda la molesta falda y ayudando a la diestra a aumentar la presión sobre el pubis. Soltó un gemido leve, abriendo un poco los labios y separando todo lo posible sus muslos.
En aquel momento, abrió los ojos levemente. Pude notar con claridad el respingo que la produjo la sorpresa al verme allí. Se detuvo al instante. Sus ojos se abrieron totalmente para clavar en mí una mirada húmeda pero llena de miedo. Creo que se dio cuenta que ya había avanzado demasiado para iniciar una maniobra de disimulo. O quizá ya no la importó lo que yo estuviera pensando. Probablemente ya sólo el placer era lo importante para ella, así que volvió a cerrar los ojos despacio y entreabrió los labios para dejar escapar un suspiro que tuvo la cualidad de sacarme de mi parálisis temporal. Todos mis músculos se relajaron a un tiempo, bueno, todos no... y pude soltar el aire que había estado conteniendo en mis pulmones durante unos segundos.
La mujer se relajó visiblemente y continuaba con las maniobras dirigidas a complacer el ansia que la envolvía. Los dedos meñiques de ambas manos se deslizaron por los elásticos del tanga, apartando la prenda de la humedad que por aquel entonces ya brillaba profusamente alrededor de su sexo. Mojó los dedos mayores de la mano derecha y dedicó una especial atención a su clítoris, rozándolo suavemente con su dedo índice mientras los otros dos dedos jugaban con los labios menores perezosamente.
No tenía sentido alguno seguir disimulando, así que aparté el portátil a un lado y me acomodé lo mejor que pude para poder liberar la presión que a mi vez estaba sufriendo en la entrepierna. Mi compañera de viaje debió notar el movimiento, pues abrió los ojos y me dedicó una mirada lúbrica que tenía más de invitación que de límite.
Animado por su beneplácito, bajé la cremallera de mi pantalón y saqué mi polla de la prisión en que se había convertido mi propia ropa interior. Mientras, ella estaba introduciendo lentamente dos dedos dentro de su vagina para retirarlos después y hacerles viajar por el cañón de los placeres hasta el clítoris, donde se demoraba un poco antes del viaje de retorno. Pude adivinar, más que ver, una sonrisa en sus labios. Aquella situación estaba siendo de lo más excitante y placentera para ambos. De repente, clavó los talones en el asiento sobre el que estaba tendida, terminó de subir del todo la falda hasta la cintura y se bajó de un tirón el maldito tanga, que ya debía estar torturándola en exceso. No me lo podía creer. Estaba retirando conscientemente la última barrera entre mi mirada y su sexo. Si aquello no era una clara invitación, no lo sería ninguna otra después. Si no me lanzaba en aquel momento, no habría más oportunidades de hacerlo ni indicación por su parte que me franqueara el paso más claramente.
Me puse de rodillas junto a ella. Mis manos tomaron dulcemente su pierna izquierda: mi derecha en su tobillo y mi izquierda en la cara interior de su muslo, junto a la rodilla. Mientras posaba su pierna en el suelo, la más atrevida de mis manos disfrutaba de la suavidad de su piel acercándose lentamente a su ingle.

¡Si! –dijo levemente separando al máximo sus rodillas. Su voz era dulce, juvenil, femenina. Una promesa de placer y un discreto perfume de sus labios llegaron hasta mí con el suspiro que exhaló cuando mis dedos entraron en contacto con su pubis rasurado.

3 comentarios:

Rachel dijo...

Hmmmm.... Muy interesante, desde luego...No sabia yo que los viajes en tren podian dar tanto de si ^__^

Belén dijo...

Tío!!!!!!NO ME DEJES ASIIII!!!!!!!!! jajjajajajaj

Vaya viaje tu...fue todo slow down? ;)

Besos perla

Mormo dijo...

Rachel: sí, sobre todo los viajes imaginados, que no tienen que obedecer a leyes naturales.
Belén, tranquila, en breve publicaré la segunda parte para que no te quedes con el cuentus interruptus... jajajajjaja...
Y sí... yo todo lo hago slow down, pero sobre todo el sexo, donde la prisa nunca es buena.