miércoles, 4 de abril de 2007

condenada educación

No estoy a favor del uso de la violencia. Al contrario que mucha gente, no puedo decir que reniegue de ella "por principio", sino que he llegado a esa postura desde el convencimiento práctico. En mi vida he tenido ocasión de entrar en contacto con personas y situaciones en que la violencia formaba parte de un todo, de una forma de vivir o de defenderse de las circunstancias que nos rodean. Yo he sido una de esas personas; y hasta que maduré lo suficiente para darme cuenta que vencer no es convencer, hice uso de la violencia tal y como lo aprendí en la calle. No estoy orgulloso de ello, pero sí de haber sabido superarlo y de comprender la forma en que se genera dentro de uno mismo o en las personas que nos rodean, y encontrar la mejor manera de ahogar al monstruo antes de que sea demasiado fuerte para poseernos. En mi juventud usé y abusé de la violencia tanto como me era posible, ya que para mí, suponía una forma de vida natural y espontánea, un modo lícito de imponer mi voluntad o de hacer escuchar mi opinión. Tuve muchos problemas, incluso legales, y hoy puedo presumir de haber vencido esa tendencia, de hacer de la calma y el dialogo unas formas mucho más efectivas y duraderas de resolución de conflictos.

De aquella época conservo, aparte de los conocimientos intrínsecos de vulnerar, una cierta agresividad en la forma de comunicarme que pueden sorprender o espantar a los extraños, a quienes no me conocen bien; pero que aquellas personas que viven a mi alrededor han aprendido a conocer y soportar sin sentirse amenazados. Recuerdo que, al principio de nuestra relación, a la que hoy es mi mujer, sus amigos la avisaban sobre la posibilidad de estar intimando con un maltratador en potencia. Nada más lejos de la realidad. Si estoy en contra de la violencia gratuita, en el caso de la violencia contra mujeres o niños, soy partidario de su castigo público y contundente. No hay nada más vejatorio que abusar de quienes, por naturaleza, no están capacitados para defenderse. Siempre he dicho y vuelvo a suscribir ahora que quien maltrata a una mujer o a un niño debería tener la suficiente hombría para cortarse el brazo con que dio el golpe. Sé que suena bestia y de una honorabilidad trasnochada, pero es así como pienso.

Y ahora voy a contradecirme un poco: leo con espanto una noticia en el Norte de Castilla que me ha hecho pensar hasta qué extremos hemos llegado en nuestro celo por proteger a los menores. No sé si estoy tan de acuerdo con la injerencia de la ley dentro de nuestras casas, de nuestra vida familiar, de la educación de nuestros hijos. Condenar a un padre a 3 meses y 21 días de prisión por dar un zapatillazo a su hija adolescente, me parece, no excesivo, sino esperpéntico.

Mi generación ha crecido con la amenaza de la zapatilla de nuestras madres, o como en mi caso, del palo de la escoba. En mi caso concreto, mi madre ha roto tantos palos de escoba en mi cabeza que, tras tantos años de práctica conmigo y con mis hermanos, podría dar lecciones de esgrima a los más expertos tiradores del mundo. Lo digo en serio: he visto algunos senseis de Kendo que no tendrían nada que hacer en un tatami contra mi progenitora armada con un cepillo de barrer.
Comentarios aparte, esta forma de impartir disciplina no me parece que haya sido perjudicial para nuestro desarrollo. De hecho, nos ha impelido a buscar otras formas menos agresivas de educación. A casi ninguno le gustaba ser castigado con un par de buenos zapatillazos, así que ahora tratamos de educar a nuestros hijos en el dialogo, en la tolerancia, y en la autodisciplina, procurando no castigar físicamente e imponiendo las normas de convivencia dentro de nuestras casas por medio del raciocinio y de la comunicación.

El problema es que en esta ecuación, hay dos partes. Y si una de las partes no se aviene a la convención establecida, no estamos educando, sino consintiendo en exceso a nuestros vástagos. Estoy harto de ver a compañeros de mi generación con multitud de problemas a la hora de educar a sus hijos, no sólo adolescentes, sino infantiles, que se enfrentan a los padres con un descaro inconcebible en nuestra época.

Puede que no toda la culpa sea de nuestros hijos. Por como está estructurada nuestra sociedad hoy, los dos cónyuges tienen que trabajar para poder pagar las hipotecas excesivas, los gastos que genera la vida en común, y los niños no pasan tiempo suficiente con sus padres. Encuentro lógico que el poco tiempo que pasamos con ellos no queramos dedicarlo a enfrentamientos, no queramos que se sientan agredidos por nuestra forma de ver las cosas, no queramos estar enfadados o que ellos se enfaden con nosotros, así que la disciplina tiende a relajarse, nos sentimos tentados a consentirlos más, para no tener que castigarles durante el poco tiempo libre que podemos concederles. Y cuando las situaciones se desmadran, a nuestro entender, nos encontramos con que es demasiado tarde para "enderezarlos"...

Siempre he dicho que nadie conoce mejor a un hijo que sus propios padres, si la comunicación es la adecuada. Y que para educar a mi hija, no necesitaré de la violencia ni del castigo físico, puesto que sé lo que la gusta y tengo potestad para privarla de ello si necesito disciplinarla, pero ¿Y si eso no es suficiente? ¿Y si se rebela contra lo que ella, seguramente, verá injusto, mientras yo lo considero necesario? Me temo que algunos de los excesos que cometen hoy los niños con los adultos (maltrato a los profesores, a los ancianos, falta de respeto en general, etc) tienen su origen en el momento en que sus padres ceden ante esta forma sutil de chantaje. Si me echo atrás en un momento poco propicio, mi hija sabrá que puede hacer lo que la venga en gana. El resultado de esa forma de educación puede ser otro monstruito incapaz de adaptarse en sociedad, otro despojo humano que cree poder salirse siempre con la suya; lo cual, como es evidente, nunca es así. Pero descubrirlo puede hacer de ella una inadaptada, una persona infeliz o una sociópata. Y no estoy dispuesto a consentir eso.

Quizá la linea entre disciplina y maltrato sea muy fina. Puede que sólo se pueda distinguir una de otro por la actitud con que se imparte. Entiendo que la frustración no es justificante para dar un zapatillazo a nadie, al igual que la violencia no es la forma adecuada de imponer tus ideas. Pero aún así, reclamo mi derecho como padre a dar un azote a mi hija cuando considere adecuado hacerlo. Reclamo mi derecho a imponerme por la fuerza cuando mis razones no produzcan el efecto deseado, en arras de la educación que deseo para ella. Quiero hacer de mi casa una democracia en la que el poder judicial sea efectivo, sin que el poder judicial de la sociedad pueda injerir en su aplicación. Este atropello judicial en la intimidad de mi domicilio no puede ser bueno ni para la educación de mi hija, ni para mí, ni para el resto de los padres responsables. No podemos dejar que el exceso de celo interfiera hasta el punto de que los hijos olviden el respeto y la obediencia a sus mayores, o la siguiente generación nos hará añorar los tiempos de mi abuelo, en que se trataba de usted al cabeza de familia.

Y hablando de mi abuelo: recuerdo una ocasión en que sacó a cintazos a un tío mío de casa, teniendo éste la edad que yo tengo ahora (41 años) sólo por que se le ocurrió mandar a la mierda a su madre. A mi abuelo todo el mundo le trataba de usted y nunca fue acusado de maltratador, no porque no se estilase en aquella época, sino porque era justo en sus juicios, aunque el castigo se realizaba con una vara de avellano en las manos. Desde su muerte he tenido ocasión de asistir a muchos entierros, tanto familiares como de otros conocidos; y en ninguno he visto llorar tanto y tan sinceramente a tantísima gente.

Yo, por si acaso, siguiendo el buen ejemplo de mi abuelo, me he agenciado una buena vara de avellano.

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