viernes, 1 de febrero de 2008

CAPITULO III


Muchas veces me he preguntado que puede seguir interesándote de mí. Es más, no sé exactamente que extraño impulso te empujó a besarme aquella noche en casa de nuestro amigo común.

Soy consciente de no ser ninguna belleza ni de tener nada especial que me haga más atractivo que el resto de los hombres. Entonces ¿Qué es lo que te interesa de alguien a quien has tenido y tienes a tu merced? Más allá de toda mi ternura, de todos mis besos, de mis supuestos dones, de todas las palabras que me atreví a pronunciar y de todos los movimientos que me atreví a realizar ¿Qué me queda para poder cautivarte de nuevo?

Me queda un secreto que sé que ansías, lo que durante tanto tiempo me has pedido: que desnude mi alma a través de estas líneas, que te cuente lo que pasa furtivamente por debajo de mis párpados, obstinadamente cerrados ante la proximidad del placer, lo que atormenta mi mente de hombre prudente y juicioso en las horas de delirio y de fiebre...

Quieres imágenes, palabras, historias que alcancen tu parte más profunda y la conviertan en agua; que te lleguen a lo más hondo y te conmuevan por el hecho de conocer al autor y a los actores de este juego. Pues bien, aquí tienes un recuerdo que me atormenta cada vez que tu perfume llega hasta mi boca:

Llegó una noche en que nuestra tierna complicidad, nuestro común amor por la extravagancia y la fantasía, y quizá también algunas copas de más, nos llevaron más lejos de lo que hubiera podido pensar en ti.

Aquel día, habíamos planeado una salida a aquella vieja ciudad, según tú la más elitista del país, donde habías trabajado durante una temporada y a la que querías volver para acabar con algunos de los fantasmas que te atormentaban y para disfrutar de sus playas.

Contratamos una habitación en el hotel más caro de la ciudad y salimos a dar un paseo por la playa, no sin antes aprovechar el cambio de ropa para estrenar una de las camas que disfrutaríamos esa noche. Saboreamos con prisa el paseo y el helado lleno de arena que nos comimos. Tu risa cantarina no cesó desde el momento en que salimos del hotel ante los torpes comentarios que yo iba haciendo por el camino.

De regreso a nuestra habitación, preparamos una cena fría y unas copas de vino que
hicieron subir rápidamente la temperatura del cuarto. Tú te habías traído en aquella ocasión un botín poco habitual, compuesto de ropa interior, cuerdas, venda para los ojos y el wakizashi que yo te regalé. Sólo de pensar que podría hacer realidad una de mis fantasías eróticas más deseadas, comencé a sentir una opresión bajo mi ropa interior que no decaería durante aquellos dos largos días.

Recuerdo perfectamente que, en primer lugar, y en contacto con la piel, llevabas un camisón corto, una especie de pequeña túnica demasiado corta para ocultar lo esencial y sujeto por unos lazos cuya función parecía ser la de deslizarse indolentemente por tus hombros; tus pezones se excitaban con el roce del encaje del escote, y su transparencia subrayaba y exageraba la redondez y arrogancia de tu pecho. Enseguida sentí deseos de morder aquellas manzanas tan maravillosamente expuestas a mi alcance.

Acabamos con la frugal cena a toda prisa, no sin antes aprovechar los palillos japoneses que te regalé aquella noche para iniciar algunos juegos eróticos relacionados con la comida y tu sexo.
Como un mago circense, te sacaste de la manga un caneco con whisky, del que bebimos para ahogar el fuego que comenzaba a quemarnos por dentro.

De entre la blancura del camisón que llevabas puesto, tu vello parecía aún más negro. Separaste con una mano la tela complaciente de la prenda para que pudiera verlo todo y, con la yema de los dedos, abriste la otra hendidura, más íntima, que divide la zona baja de tu vientre. Y yo contemplé, ya encendido, aquel juego de colores y fallas que conformaban aquella pequeña obra de arte, la blanca alrededor de la negra, la negra conteniendo como un estuche japonés a la rosa, más viva, más nacarada, más palpitante. Tus dedos se divertían en el papel de guías turísticos, me abrían el paso a través de un fruto delicado y jugoso, acogedor como un melocotón que acaba de reventar bajo el sol, vibrante como una concha a la que se ha obligado a mostrar su secreto...

Me arrodillé entre tus piernas para saborear ligeramente el perfume de tu intimidad y me levanté enseguida; tenias un aspecto extraño, con aquella doble sonrisa de placer; la superior, de un brillo estrellado y achispado por el alcohol y la vertical, húmeda y anhelante de mis caricias más profundas.Te cogí de los hombros y, guiándote hacia el espejo del armario, te dije:

-¡Mírate tú también!

Permaneces de pié ante el espejo, y la ropa, más que cubrirte, te desnuda. Los pezones, erguidos y de un rojo oscuro, realzan el bordado del camisón. A través del borde inferior de la prenda, se adivina un extraño animal, mitad peludo, mitad en carne viva. Yo estoy detrás de ti, contemplando cómo te miras, y la luz de tus ojos desprende un resplandor muy parecido al reconocimiento, al deseo. Por primera vez te has visto como en realidad eres, hermosa, deseable, por primera vez emulas a Narciso mirándose en el lago y a mí me entra el miedo que al asomarte demasiado, caigas en el espejo. Por eso te sujeto por la cintura y trato de romper el encantamiento que te ha cautivado con un beso en la boca.

Nos asomamos a la ventana al tiempo de ver cómo otra pareja en una habitación vecina comenzaba también a hacer el amor. El alcohol y el ambiente lúbrico se nos ha subido a la cabeza y necesitamos despejarnos un poco con el frescor de la brisa nocturna. Pero no podemos sujetarnos. Yo al menos. Comienzo a acariciarte mientras enciendes un cigarro que acompañe al whisky nocturno.
Tu trasero es de seda y su dureza provoca un abultamiento en la prenda que llevo puesta de lo más elocuente. ¡Con qué rapidez me desprendo de la ropa! Ya no soporto más la tensión erótica del momento y te sujeto del brazo con determinación, me siento en una silla y te atraigo de espaldas a mí.

Ábrete bien y dime qué quieres.


Al igual que la voz, el gesto era imperioso, excitado y te empalé a la fuerza en mi estaca. Podía ver tu placer en la curvatura de tu espalda. Separo tus piernas con las mías, encima de las cuales reposan tus muslos... Veo a una mujer inundada por la voluptuosidad, desgarrada con el sexo totalmente abierto, veo mis genitales bajo tu culo, y mi pene hundido en tu coño, un coño tan mojado que a cada movimiento se oye una especie de chapoteo... Veo cómo mis manos, dominadas por el delirio, intentan abrirte aún más; veo cómo las tuyas las guían hacia tu clítoris y exigen una caricia; veo tu danza caótica, que me engulle y me vomita con la cadencia de un pistón bien engrasado; veo mi polla dura, enorme, ya no la veo, la veo, ya no la veo...
La expresión que invade tu rostro, ahora vuelto hacia mí en busca de un beso que relaje la tensión de una postura tan impersonal, resulta aún más enloquecedora que el juego de tu coño chupándome la picha. ¿Eres tú realmente esa criatura concentrada en el límite del dolor, ensimismada en el inminente placer, extasiada, delirante...? ¿Son tuyos esos ojos febriles e implorantes, esa cabellera hirsuta maltratada por un viento tempestuoso, esa boca que suplica, que dice “si” y “no”, que dice “más”...? ¿Es tuya esa cabeza de yegua montada por un semental, que tensa la nuca como la hembra tensa la grupa...?

El placer te hace incorporarte una última vez, con la espalda arqueada y los muslos tan tensos que parecen a punto de desgarrarse. Tu sexo sólo alberga el extremo del mío, que te provoca los últimos estremecimientos... Y cuando te dispones a suspirar de gusto para señalar el final del round, me sientes, tan rebelde como siempre, en busca de una entrada más secreta... Antes de que puedas manifestar tu protesta, encuentro tu culo y lo maltrato con mi nabo, que es un auténtico entrometido y consigue meterse en todas partes. Te separo las nalgas con las dos manos y fuerzo el paso, que cede, arrancándote un grito. Ya está, he logrado entrar. Te siento llena a rebosar, el dolor y la voluptuosidad se confunden en ti y, a tu pesar, re retuerces sobre mi dardo. El placer, que no había decrecido por completo, recobra sus fuerzas; estás llena de mí, con esa sensación desgarradora que te dice que debes rechazarme y te hace retroceder, y que al mismo tiempo te impulsa a desear que me interne más, que llegue hasta el fondo, y te hace apretar el culo y descender lo máximo posible sobre mi polla. Hoy tu vientre está habitado por el demonio de mi sexo, eres mía más íntimamente que nunca, me das todo de ti, llegando incluso a un estado de demencia tal que tú misma me sacas de tu interior para hacerme elegir ése otro camino en el que el amor produce sus frutos y mendigar con voz quebrada por el placer: “quiero que me hagas un hijo, quiero un hijo tuyo”.


La sorpresa y la perplejidad me hacen dudar por un solo instante. Yo también lo deseo, deseo perpetuar mi simiente dentro de ti, hacer que la fuerza y la belleza se fundan en una sola persona como si en vez de ser cualidades fueran los apellidos de la nueva criatura; deseo saldar la deuda que me ha hecho buscarte durante tanto tiempo y por tantos países como granos de arena hay en una playa. Pero entiendo que ese deseo, aunque expresado con toda sinceridad y consciencia, puede deberse sólo a la combinación de placer y alcohol, de ternura y lujuria, de amor y pornografía. Y que quizá mañana, cuando la
responsabilidad llegue al tiempo que la aurora, nos convierta en seres odiosos del placer que nos sumergió en una empresa tan grande.

Has sido tú la que ha elegido este camino de tu cuerpo que conduce al clímax de la feminidad, has querido ofrecerme el don de tu pudor y tus secretos, y la rendición de las últimas barreras consagrándome tu condición última de mujer. Noto cómo se van tensando tus músculos ante la inminencia del choque que hará saltar el polvorín de tus contracciones. Y es en ésos últimos latidos cuando decido traicionarte y no hacer caso de tu ruego. Golpeo con más fuerza apretando mi pubis contra el tuyo mientras siento la llegada de tu orgasmo. La explosión ha sido dantesca. Quedas inerme entre mis brazos que te recogen del suelo y te meten en la cama casi a punto de quedar dormida por el esfuerzo. Estás más hermosa que nunca, con el rostro relajado como consecuencia del placer. El sueño hace que tus párpados se vuelvan cada vez más pesados y que una media sonrisa de felicidad amanezca en tu cara...

Espero comentarios, a ver si así os gusta más o no...

3 comentarios:

Fibonacci States dijo...

Maestro que te pasa nen!!! Te veo con la sexualidad a flor de piel.

A mi no me importa, pero ándate con ojo, tienes puestas fotos que alguien puede considerar obscenas.

Aunque quien sabe, igual estás deseando que te metan caña... Un abrazo tio, y modera un poco esa kundalini que se te sale...

Mormo dijo...

Ni caña, ni pajitas SUSANA. No deseo que me metan nada, que soy estreñido y sufro mucho... jajjajajajajaja... Por lo demás, siempre he tenido la sensualidad a flor de piel. Y escribo de lo que he vivido y conozco, de modo que casi siempre tiene que ver con el sexo o con las mujeres. Monotemático que es uno... jajajjajajaja...
Espero que nadie se sienta ofendido por las fotos ni por los relatos... siempre he supuesto que este era un blog para adultos.
Un beso preciosa y no tardes tanto en pasar por aquí.

Anónimo dijo...

Hola mi Mormito, leí los relatos como te prometí y llevo ya varios días pensando qué ponerte en los comentarios. Simplemente, supongo, que me encantaría que siguieras escribiendo. Hay algunas cosas que me llamaron la atención, pero ya te las comentaré cuando charlemos, que es mucho más fácil...