viernes, 25 de enero de 2008

MI PASADO

Hoy he estado haciendo limpieza de los disquetes antiguos en donde guardo las cosas que escribí en su momento, cuando aún soñaba con ser un gran escritor y ganarme la vida vendiendo mis palabras, mis sentimientos y mis vivencias. Como todo el mundo, me enamoré perdídamente, sufrí con la pérdida de la ilusión y del amor y renací de mis cenizas para encontrar la felicidad en la que hoy me siento instalado.

Normalmente, al revisar aquello que escribimos cuando somos más jóvenes, nos produce pudor reconocer que sentimos aquello que leemos. Y habitualmente, tendemos a deshacernos de los escritos pasados, para no tener que reconocer nuestros fallos; ya sean sentimentales o gramáticos.

Pues yo no. Me siento orgulloso de haber vivido lo que pasó. Me da igual que algunas cosas de las que escribí hoy me parezcan infantiles, faltas de espontaneidad o empapadas en una sensiblería cursi. Da lo mismo esconderse del pasado. Desnudarse ante el espejo puede darnos más de una satisfacción, algún disgusto y no pocas risas, pero desde luego, es uno de los ejercicios más sanos del mundo para reconocerse a uno mismo, para verse en realidad como uno es, no como se cree que es.

Gracias a mi admirado Bito, por animarme con sus cuentos a publicar los mios (más que nada por la pura envidia que me da leerle).

Hace ya algunos años, sufrí un desengaño amoroso bastante importante que me dejó un poco tocado. Una amiga (ésa a la que me refiero de vez en cuando como hermana del alma) me ayudó con su cariño y sus atenciones a superarlo. A ella le dediqué esto que publicaré a continuación. Hasta tuve la santa paciencia de escribirlo a mano con caligrafía medieval, letras capitales, tinta china de la güena, pluma natural y papel especial de imitación papiro para regalarle el único original que existe. Un beso para ella y otro para mi mujer, que hoy me hace ver la vida de otra forma.

CAPITULO I


No sería honesto por mi parte negar que, en principio, nada de lo sucedido, nada, estaba destinado a ocurrir así...

De todas las ocasiones en las que estuvimos juntos desde que comenzó nuestra amistad, en ningún momento nos planteamos pasar de eso: de la amistad. Alternábamos tranquilamente los cafés y las conversaciones amistosas con abundantes encuentros físicos que no han resultado ser más que fruslerías con lo que en ocasiones vivimos... Digo de un modo involuntario porque, si fuimos capaces de llegar a tales extremos, es evidente que no teníamos como vulgarmente se dice, “la cabeza encima de los hombros”.

Perder la cabeza, dejar salir la fiera que todos llevamos dentro y permitir que se exprese con palabras crudas y gestos salaces, no tiene ninguna importancia, es algo que puede pasarle a cualquiera. Quedar reducido a un sexo o un culo ardientes y desenfrenados no deja de ser una circunstancia de lo más trivial y comprensible. Pero mezclar el... –apenas me atrevo a pronunciar la palabra, aunque me siento obligado en honor a la verdad, ¡qué me absuelva quien pueda!-, mezclar el corazón en estos asuntos revela, nadie puede negármelo, una endiablada audacia y una obscenidad en los límites de lo soportable.

Sin embargo, puedo jurar que nos habíamos prohibido terminantemente plantearnos otra cosa que no fuera el presente más inmediato, como si se tratara de una eventualidad rigurosamente imposible. Sin palabras, sin decirlo claramente, habíamos acordado no amarnos, igual que si hubiéramos dicho “prohibido ir a la luna”. Y, aún así, a fuerza de buscar el séptimo cielo y de que el placer físico nos hiciera andar entre las nubes, en más de una ocasión estuvimos a punto de aterrizar en la luna, sin ni siquiera pensar en ello, sin apenas darnos cuenta.

De esos momentos es de los que hoy voy a hablarte, aunque tenga que martirizar tu pudor y violar tu memoria, que quizá los ha guardado en un armario como si fueran hechos escandalosos que es preciso ocultar. Hablar de ello también me hace sufrir a mí, puedes creerme, sobre todo teniendo en cuenta que no soy precisamente el menos culpable. Pero no es éste el objetivo de estas líneas; no quiero castigar tus ojos con más relatos tristes del tiempo que pasamos juntos; sino más bien, recurrir a ésa sensibilidad casi femenina de la que tantas veces me has acusado y disfrazarla con las palabras más soeces con las que pueda expresar mis... sentimientos... crímenes... no sé... Y, de paso, hacerte pasar un rato agradable con mis recuerdos. En fin, pasemos a las confesiones. No olvides que pecado confesado...

En realidad, se habían producido algunos signos precursores que debieran habernos hecho desconfiar. Recuerdo que un día, en el primer viaje a Avila, tras una frenética cabalgada de las más sanas –te había poseído durante un buen rato y había conseguido que gozaras un número considerable de veces sin discutir conmigo por quién tenía mayor número de orgasmos -, nos encontrábamos recuperando fuerzas, tumbados de cualquier manera, abrazados y abandonados al inocente placer de intercambiar pequeñas confesiones y bromas cómplices.

De repente, a causa de un chiste que hice, o tal vez de alguna exclamación que se me escapó y que seguramente encontraste divertida, te abalanzaste sobre mí de una forma muy espontánea, muy vital y totalmente nueva, te refugiaste entre mis brazos e hiciste este comentario aparentemente anodino: “¡Ah! ¡Cómo te quiero!”. Yo te acurruqué contra mi pecho para ocultar la sorpresa y la turbación. Lo que acababas de decir me parecía una imprudencia.

Luché y me sermoneé. Intenté convencerme de que no era más que un imbécil enamoradizo que se montaba películas en la cabeza y veía violaciones de nuestro pacto de amistad donde no las había, y de que tu exclamación, clara y sin segundas intenciones, sin duda era el resultado de la ternura que habitualmente se siente tras el coito... Aunque se parecía mucho a lo que generalmente se entiende por “hablar con el corazón en la mano”.

Con todo, mi actitud para contigo cambió desde ese día.

Por mi parte debo reconocer que desde hacía algún tiempo tenía la impresión de estar incurriendo en falta. No siempre me comportaba como un amante honesto y, a veces, mi actitud y los sentimientos nuevos que experimentaba se alejaban del recto camino que jamás debieran haber abandonado: el que trazaba mi pene cuando se introducía bien tieso en tu interior...

Había empezado a soñar contigo y te lo confesé. Pero ¿se es culpable de los sueños? Lo más horrible del asunto es que mis sueños no siempre eran eróticos, sino que se mezclaban situaciones de lo más doméstico... Me da vergüenza confesarlo, pero cada vez me sorprendía más a menudo pensando en ti sin masturbarme, sin ni siquiera experimentar el ardor y la rigidez natural que la evocación de su amante debe suscitar bajo los pantalones de un hombre. Había algo en mi interior, aparte del sexo, que se emocionaba profundamente, algo que no sabía muy bien dónde situar, pero que resultaba sospechoso. Oculté aquella duda abominable todo el tiempo que me fue posible, hasta que un día en que me encontraba especialmente sensible y aprovechando una fiebre que podía excusar cualquier desvarío, me propuse revelarte la espantosa verdad: sin ninguna duda había caído muy bajo, pues, de una forma solapada y viscosa, había empezado a amarte... Incluso tuve la desfachatez de asegurarte que corresponderías al amor que te ofrecía tarde o temprano.

Haciendo gala de un sentido del tacto y de una indulgencia encomiables para una persona que se vanagloriaba de ser poco diplomática, fingiste ignorar aquel pecadillo que acababa de confesar. Con una amable sonrisa, un gesto tranquilizador y unas pocas palabras, me mimaste para taparme la boca... ¡Y desapareció! ¡El pecado que seguramente me arrepentiría de haber confesado ya no existía!... Lavado por un beso, ignorado por tu silencio, comenzó a fundirse en tu sonrisa dubitativa, que, al menos para mí incomprensiblemente, se complacía más en escuchar mis delirios obscenos de los instantes fogosos que mis enfermizas palabras de amor.

Animado por tu ejemplo, y dado el escaso éxito de mi intentona por cambiar el rumbo de nuestra relación, me recuperé de esa terrible enfermedad del alma a marchas forzadas.

Tras mi debilidad pasajera, me prometí a mí mismo: “Nunca más ensuciaré esta amistad ni una relación física tan hermosa con la trivialidad de mis sentimientos impuros”. Y, a continuación, puse todo mi empeño en olvidar que había en mí una zona extraña, que no era pene, ni pelo, ni piel, y que permanecía ávidamente a la espera cuando ya habías acariciado, lamido y estrujado todas las demás.

Poco a poco fui reconquistando mi inocencia mediante procedimientos muy pascalianos. “Para creer en Dios –decía el gabacho -, lo único que hay que hacer es arrodillarse y rezar”. Así que emprendí la tarea de mi reeducación con un interés absolutamente meticuloso. Me prohibí terminantemente pensar en ti si no era como amante, lo cual implicaba toda una serie de ejercicios físicos y espirituales. Por ejemplo, evocar de tu alma tan sólo la incipiente afición a los juegos eróticos en los que te estabas iniciando, de tu voz las entonaciones más lúbricas y emocionantes que emites cuando estoy dentro de ti, y de tus ojos, los destellos turbadores que los teñían de un resplandor dorado durante el orgasmo. Aunque, de cualquier modo, era preferible imaginar tu cuerpo a tu espíritu, tu boca a tu voz y tu coño a tus ojos...

Además, aquellas fantasías debían ir acompañadas, siempre que fuera posible, de auténticos sacrificios en honor del onanismo más convencido. En consecuencia, me acaricié un número determinado de veces pensando en ti, con una finalidad eminentemente terapéutica. Incluso llegué a pensar si no estaría experimentando el reflejo que descubrió aquél científico ruso, Pavlov, cuyo perro segregaba saliva en cuanto oía el sonido de un timbre; tú sustituías el perro por mi polla y el timbre por tu nombre, y obtenías el mismo resultado... Me encontraba en vías de curación.

Fuiste tú quién lo echaste todo a rodar. ¡Sí tú! Y la recaída fue muy grave, por no decir definitiva. Después de habértelo propuesto mil veces y mil veces haber sido rechazado, un día dijiste: “Quiero pasar toda la noche contigo; quiero dormir contigo”. Aquellas palabras, no por esperadas, dejaron de producirme una deliciosa sorpresa ya que siempre había temido que mi capricho te pareciera una extravagancia, una cursilería tremendamente vulgar. Al proclamar “prohibido el amor”, habíamos levantado unas barreras e inventado unos tabúes. “Prohibido el amor”... ¿Acaso aquello no significaba también “prohibido el sentimentalismo”? Dormir conmigo –habías dicho dormir- era una actividad todavía inédita, jamás realizada y, a causa de tus anteriores negativas, ni siquiera contemplada, cuya súbita perversidad me producía una viva agitación y un estremecimiento de placer.

Para colmo, nuestra corrupción llegó hasta el extremo de preparar minuciosamente la coartada para el resto de personas de nuestro entorno: cada uno de nosotros teníamos un plan diferente para ése fin de semana y no podríamos vernos.

Hasta adornamos con sumo cuidado la puesta en escena: ni la luz cruda con la que habitualmente me gustaba iluminar nuestros cuerpos cuando retozaban, ni la oscuridad total, que facilitaría al mismo tiempo el delirio de los espíritus y la explosión de los cuerpos, sino la luz de unas velas, que tú te encargaste de comprar y que propiciaría una peligrosa tendencia hacia el romanticismo, la intimidad, la ternura y la suavidad. El brillo de su llama danzaba sobre nosotros y nos hacía más bellos, más misteriosos, más conmovedores... Además, estábamos en una habitación extraña de un hotel, y los tabiques delgados y demasiado indiscretos nos impedían abandonarnos a la turbulencia que habitualmente caracterizaba nuestros encuentros. ¿Cómo no sucumbir a aquel clima? Penumbra que el resplandor ambarino de unas velas iluminaba sin traicionar, silencio apagado, habitado únicamente por nuestros susurros... Personas más duras que nosotros hubieran cedido a la tentación...

Yo sentía un violento deseo de ti, y al principio creí que mi cuerpo, ese querido compañero sólido y decidido iba a traicionarme, pero no fue así. Fue tu cuerpo, envarado por el miedo del delito que estábamos cometiendo, quién monopolizó la atención de ambos.

En efecto, se portó como un héroe arrojándose al agua para salvar las apariencias y ahogar el veneno, luchando, debatiéndose y gozando deprisa, muy deprisa y con gran intensidad para dejarnos sin aliento y sin palabras.

Pero en ése preciso momento comenzaste a hablar. ¡Ah! ¡Nunca debiste hacerlo! En aquella cálida oscuridad temblorosa, tu voz, más tierna e infantil que otros días, y, por una vez tan pródiga, fluía con toda naturalidad, como un tibio caudal... No como un caudal de aguas límpidas, sino de aguas turbias, tormentosas, dudosas; como una corriente que ascendía de las profundidades arrastrando una carga de algas arrancadas, de arena, de restos de conchas, de innumerables secretos sobre tus anteriores amantes, confesiones y confidencias que me halagaban, y yo te escuchaba paralizado por el estupor y por un inmenso agradecimiento...

Por supuesto, los animales racionales que se agitaban en nuestro interior reaccionaron de inmediato. Y la sensatez nos impulsó a tocarnos de nuevo, a abrazarnos, a acariciarnos. Pero sin amor, ese amor que nos parecía excesivo. Te entregaste a mí con fogosidad, con pasión, con delirio. Me pediste gestos tiernos y rendiciones ardientes, los exigiste y los comentaste con palabras diferentes a las de tu confesión anterior. Sin embargo, incluso aquellas palabras soeces, truculentas, apropiadísimas en suma para el sexo, me hacían sentir una inmensa gratitud, porque quizás era la primera vez que me obsequiabas con tanta elocuencia, utilizando un vocabulario que me rendía homenaje al recordar mis propias palabras, las mismas que yo te había susurrado o gritado a menudo, las mismas que tú habías conservado para devolvérmelas ahora transformadas, metamorfoseadas por tu voz de mujer enamorada.

Te poseí varias veces y por todas partes, por todas partes al mismo tiempo. Me las arreglé para dejar cada milímetro de tu cuerpo colmado de mi carne, y tú consentías enloquecida todas mis invasiones, las alentabas, las provocabas. Franqueé tu puerta estrecha con una facilidad que me sorprendió. Te susurré al oído “Nunca habías estado tan acogedora” y pude notar tu estremecimiento, el escalofrío recorriéndote la espalda. Y era cierto, te sentía profunda, accesible, permeable a todas mis exploraciones.

Algo en el fondo de tu ser cedía sin violencia, sin oponer resistencia. Las barreras ya no existían, hubiera podido penetrar totalmente en tu interior. Te habías reblandecido y enternecido con tus propias palabras, aún más que con mi robusto cuerpo vivo y anhelante de ti, donde brillaba el resplandor de una llama, más que con mis ojos en la oscuridad, más que con mis manos acariciando tu piel...

Unas palabras canturreaban en mi mente, unas palabras febriles que mezclaban con toda tranquilidad el amor y la animalidad más ingenua y encantadora, unas palabras triviales, unas palabras maravillosas, unas palabras que procedían de tu interior, del rincón más recóndito de tu mente...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta la iniciativa, me encanta el texto, pero lo que más me ha encantado ha sido lo del detalle del original que has entregado. Me he quedado con una envidia tremenda. A mí nunca me han regalado algo tan valioso...

Anónimo dijo...

Maestro, ya volví!