lunes, 28 de enero de 2008

La Deuda (continuación)

“Amor mío, ven, invádeme, deslízate por mi interior, habita mi cuerpo como si fuese la única morada posible... Ven más adentro, más aún. Ven a latir en mis profundidades, a chocar contra mis diques, a sitiarlos, a derribarlos, a atravesarlos. ¿Por qué no vienes más adentro? Te quiero más grande y más fuerte, quiero sentirte aún más. Soy una gruta mágica, sumérgete en mis secretos, en mis tesoros. Entra dentro de mí. Tengo ganas de notarte así; agrandándome, es tan fácil, puesto que te amo y puedo decírtelo... Mi boca todavía no ha confesado nada, pero mi cuerpo, que se abre para ti como nunca lo ha hecho, lo proclama con su lenguaje propio. No han sido tus dedos ni tu suave y duro miembro los que lo han mojado y persuadido, sino tu silencio cómplice, tus palabras y tu comprensión las que al deslizarse sobre mí, han bañado y empapado hasta el último rincón y me han convertido en un inmenso pozo sin fondo ávido de ti e imposible de saciar.

Si continúas golpeando de ese modo tan voluptuoso en el fondo de mi vientre, no podré contenerme por más tiempo... Siento la inefable caricia de tu vello en mis nalgas, siento que mi corazón late violentamente tres veces por segundo y que tu maravilloso látigo penetra en mí, tan acogedora como una catedral abierta de par en par y en cuyo interior tu ariete se enardece...

Ya está, ya está, ya viene... Voy a decírtelo, voy a decirte que te quiero, que te quiero desde hace mucho tiempo, y tanto... con tanta intensidad...” ¡Te quiero!

Lo has dicho... Lo has dicho consciente y voluntariamente: el goce no sirve de excusa. Y yo lo repito con la misma intensidad con que un espejo devuelve tu imagen, lleno de luz y de alegría por la confesión. Has proferido esa abominación deliciosa y yo he sido tu cómplice. Porque yo también te amo, y quizá nunca podré volver a gozar sin decírtelo... sin escuchártelo... Te quiero, te quiero... ¡Ah! Que bien suenan, qué limpias son estas palabras durante tanto tiempo retenidas, combatidas, ahora que hemos capitulado por culpa de unas miserables velas y de tu repentina locuacidad... Siento que esta incontinencia me desgarra; sí me desgarra, pero también me alivia.

Te poseí una vez más; estabas encima de mí, yo estaba ensimismado y tú, enloquecida, me cabalgabas mientras mi boca continuaba pronunciando aquellas terribles palabras a tu oído.
“Haz sitio, amor mío, trazaré un camino en tu interior. Siento palpitar mi sexo como un pájaro cautivo, sorprendido por la trampa en la que acaba de caer. Consérvame dentro de ti, conviértete en mi jaula, en mi cárcel de carne y sangre, y todas las palabras que pronuncies tejerán a mí alrededor una tela de araña de la que jamás podré ni querré escaparme. Excavaré una guarida en ti con mi dardo, un túnel donde desearía sepultarme para siempre y cuya frontera me embriaga.
Pon tus manos sobre mí, aquí en mi pecho. No tienes manos que correspondan a una mujer. Tienes manos firmes, de guerrero, seguras del placer que saben proporcionar. Desde que te conozco, ya no puedo conformarme con sentirme dentro de ti en un solo lugar; quiero sentir mis dedos en tu culo, quiero que te moldeen, que te llenen, que forjen tu goce doloroso y soberano.
Quiero sentir mi boca en tus pechos, quiero experimentar intensas contradicciones, sentirme enorme y diminuto a la vez, salir de tus entrañas para regresar a ellas del mismo modo en que el salmón remonta el río, a contracorriente, para regresar al origen...
Quiero que te mantengas muy abierta y desgarrarte, que mis brazos inmovilicen tus piernas y que mi ataque sea impetuoso y profundo como no ha sido nunca antes. Quiero hacerte sentir la incertidumbre de no saber si estás haciendo el amor o dando vida a una criatura nueva, de ignorar si estoy dejándote preñada o naciendo de ti..."

Exijo la paradoja; me exijo a mí mismo la espera interminable, retenerme hasta que ya no pueda más, cerrarme y aguantar mucho, mucho tiempo para proporcionarte placer durante mucho, mucho tiempo, y a la vez exijo que te rindas, que te fundas, que me estrangules y me arrastres con tus espasmos, que goces muy deprisa y muy intensamente con un grito de sorpresa y de felicidad, de pesar y de victoria...”
Quiero todas estas pruebas de amor y muchas más, las más habituales, las más tópicas, las más maravillosas.

La noche aún no ha acabado y continuamos divagando, resignados ahora a nuestra triste suerte de seres desenfrenados que se aman. La vela arde, como si fuera el símbolo de una elocuente fragilidad, protegida no obstante contra el tenaz viento... Y yo ardo con ella, y mi llama no es menos ferviente. Mi corazón se alegra de que sigas hablando, aunque tu humor ha cambiado desde la felicidad a la melancolía, desde la melancolía hasta casi la ira; parece como si te disgustase haber disfrutado tanto y comienzo a sentir tu urgencia por marcharte, por que la noche se acabe. Tus palabras me emocionan: tus palabras sencillas, sin promesas, tus frases en pasado, tu cuidado de no conjugar jamás el futuro...

La única visión de futuro que me ofreciste ha quedado grabada en mi memoria como la más conmovedora de tus confesiones. “No debes odiarme si algún día me voy...” Y aquello, que viniendo de otra persona me hubiera herido, lo acepté porque lo dijiste tú; de hecho, más que aceptarlo, lo saboreé...

A cualquier otra, mi susceptibilidad ofendida habría respondido: “¿Y por qué no puedo ser yo el primero en irme?” Pero, viniendo de ti, sabía exactamente lo que significaba la frase y me embriagaba analizándola.

Porque, sin duda, aquello era una declaración, una de las declaraciones más osadas, una forma de sugerir: “Y si llegara a amarte tanto que resultara peligroso, si llegara a amarte hasta el extremo de necesitar una ruptura” Aquella idea digna de Napoleón (“En cuestión de amor, tan sólo cabe un acto heroico: la huida” decía el emperador), aquella idea imperial y delicada, aquel modo de confesar y retractarse al mismo tiempo continúa siendo para mí una joya inapreciable, el anillo de compromiso que jamás me ofrecerás, la no petición de matrimonio de una mujer que se siente al borde del amor de su vida y, sin embargo, se prepara para no ceder jamás a él.

Así es como entendí aquél “no debes odiarme si algún día me voy”, y ésa es la razón por la que sigo considerando aquel ruego como la cosa más insólita que jamás hayas pronunciado.

No, mi querida amiga, extraordinaria mujer que tanto me has hecho sentir, no te odio ni te odiaré jamás, eres libre de tus actos, de tu alma y de tu corazón, libre de tus inquietudes y de tus escrúpulos, y no sentirás ningún remordimiento porque, si es preciso hacerlo, tendré el valor de jurar, como Cirano en el momento de morir: “No, no, mi querido amor, no te amaba...”

Y dormimos en aquella cama extraña milagrosamente encajados el uno en el otro, como dos piezas complementarias del mismo puzzle, como dos compañeros súbitamente curtidos por las contingencias de lo cotidiano. La experiencia hubiera debido ser una novedad, pero como en otras muchas actividades que después iríamos descubriendo, yo tenía la extraña sensación de haber compartido siempre tu sueño y de saber por instinto la actitud que debía adoptar para amoldar mi enorme cuerpo y no molestarte. Al verte durmiendo, te descubrí aún más femenina y vulnerable, atenta a mi bienestar como yo lo estaba al tuyo, y pensé: “Ahora la amaré también porque duerme y su sueño es todavía más enternecedor que todo lo demás”.

El amanecer nos sorprendió cansados, turbados y como exhaustos por la aventura. Tras una despedida escueta y malhumorada, te marchaste a casa, y entonces, me aferré a la esperanza de que no hubiese sucedido nada trascendental, de que la noche pasada pudiera compararse con una especie de borrachera conjunta que nos había hecho divagar a ambos y exaltarnos algo más de lo que nos estaba permitido...

Cuando volví a verte, te mostraste un poco distante, un poco fría, un poco indiferente. Sólo un poco, en efecto, pero a mí ya me parecía demasiado. El dolor que experimenté, vivo, agudo, lacerante, me hizo comprender que podía olvidar para siempre mis esperanzas de curación. Por desgracia, el diagnóstico acababa de concretarse repentinamente, de un modo luminoso e irremediable, en aquellos síntomas demasiado evidentes que no irían sino agravándose con el tiempo y que contribuirían a que el final de nuestra relación fuese aún más doloroso: mi duda si tu mirada parecía rehuirme y mi tristeza si se posaba en otro hombre...

Procuré enfrentarme a la verdad cara a cara: mi estado era grave, muy grave. Se trataba de un tumor tal vez no incurable, pero en cualquier caso maligno; de algo peor, de una verdadera enfermedad, insidiosa y progresiva, cuyo contagio se debía a la imprudencia, al descuido, a la ingenuidad. Una enfermedad del corazón de esas que a todos nos gusta creer que sólo afectan a los demás.

Tu paso por mi vida a dejado una huella indeleble en mí, obrando un milagro inconcebible para otro poder del Universo que no sea el amor: convertirme en mujer y en madre para saldar la deuda cósmica que mantenemos entre tú y yo desde hace más de ochocientos años. Y también ha trastocado tu sexo: tú, M, eres el padre femenino de esta criatura, la única que tendremos juntos y que traigo al mundo poco a poco, línea a línea, página a página. Tú has sabido inspirarla, suscitarla, sugerirla... Tu paternidad, como todas las paternidades, se limita al papel de germen. Soy yo el responsable de ejecutar el resto, y lo hago con pasión, con el dolor y el placer de trabajar mucho tiempo, mucho, y de elegir las palabras y las frases adecuadas para alumbrar nuestra obra común: un hijo del auténtico amor, un hijo de papel engendrado con tu semilla -los recuerdos que me has dejado y los sueños que me has inspirado- y nacido gracias a mi esfuerzo constante, a mi parto de aprendiz de escritor y a la tinta de esta pluma que me da la impresión que se está agotando.

viernes, 25 de enero de 2008

MI PASADO

Hoy he estado haciendo limpieza de los disquetes antiguos en donde guardo las cosas que escribí en su momento, cuando aún soñaba con ser un gran escritor y ganarme la vida vendiendo mis palabras, mis sentimientos y mis vivencias. Como todo el mundo, me enamoré perdídamente, sufrí con la pérdida de la ilusión y del amor y renací de mis cenizas para encontrar la felicidad en la que hoy me siento instalado.

Normalmente, al revisar aquello que escribimos cuando somos más jóvenes, nos produce pudor reconocer que sentimos aquello que leemos. Y habitualmente, tendemos a deshacernos de los escritos pasados, para no tener que reconocer nuestros fallos; ya sean sentimentales o gramáticos.

Pues yo no. Me siento orgulloso de haber vivido lo que pasó. Me da igual que algunas cosas de las que escribí hoy me parezcan infantiles, faltas de espontaneidad o empapadas en una sensiblería cursi. Da lo mismo esconderse del pasado. Desnudarse ante el espejo puede darnos más de una satisfacción, algún disgusto y no pocas risas, pero desde luego, es uno de los ejercicios más sanos del mundo para reconocerse a uno mismo, para verse en realidad como uno es, no como se cree que es.

Gracias a mi admirado Bito, por animarme con sus cuentos a publicar los mios (más que nada por la pura envidia que me da leerle).

Hace ya algunos años, sufrí un desengaño amoroso bastante importante que me dejó un poco tocado. Una amiga (ésa a la que me refiero de vez en cuando como hermana del alma) me ayudó con su cariño y sus atenciones a superarlo. A ella le dediqué esto que publicaré a continuación. Hasta tuve la santa paciencia de escribirlo a mano con caligrafía medieval, letras capitales, tinta china de la güena, pluma natural y papel especial de imitación papiro para regalarle el único original que existe. Un beso para ella y otro para mi mujer, que hoy me hace ver la vida de otra forma.

CAPITULO I


No sería honesto por mi parte negar que, en principio, nada de lo sucedido, nada, estaba destinado a ocurrir así...

De todas las ocasiones en las que estuvimos juntos desde que comenzó nuestra amistad, en ningún momento nos planteamos pasar de eso: de la amistad. Alternábamos tranquilamente los cafés y las conversaciones amistosas con abundantes encuentros físicos que no han resultado ser más que fruslerías con lo que en ocasiones vivimos... Digo de un modo involuntario porque, si fuimos capaces de llegar a tales extremos, es evidente que no teníamos como vulgarmente se dice, “la cabeza encima de los hombros”.

Perder la cabeza, dejar salir la fiera que todos llevamos dentro y permitir que se exprese con palabras crudas y gestos salaces, no tiene ninguna importancia, es algo que puede pasarle a cualquiera. Quedar reducido a un sexo o un culo ardientes y desenfrenados no deja de ser una circunstancia de lo más trivial y comprensible. Pero mezclar el... –apenas me atrevo a pronunciar la palabra, aunque me siento obligado en honor a la verdad, ¡qué me absuelva quien pueda!-, mezclar el corazón en estos asuntos revela, nadie puede negármelo, una endiablada audacia y una obscenidad en los límites de lo soportable.

Sin embargo, puedo jurar que nos habíamos prohibido terminantemente plantearnos otra cosa que no fuera el presente más inmediato, como si se tratara de una eventualidad rigurosamente imposible. Sin palabras, sin decirlo claramente, habíamos acordado no amarnos, igual que si hubiéramos dicho “prohibido ir a la luna”. Y, aún así, a fuerza de buscar el séptimo cielo y de que el placer físico nos hiciera andar entre las nubes, en más de una ocasión estuvimos a punto de aterrizar en la luna, sin ni siquiera pensar en ello, sin apenas darnos cuenta.

De esos momentos es de los que hoy voy a hablarte, aunque tenga que martirizar tu pudor y violar tu memoria, que quizá los ha guardado en un armario como si fueran hechos escandalosos que es preciso ocultar. Hablar de ello también me hace sufrir a mí, puedes creerme, sobre todo teniendo en cuenta que no soy precisamente el menos culpable. Pero no es éste el objetivo de estas líneas; no quiero castigar tus ojos con más relatos tristes del tiempo que pasamos juntos; sino más bien, recurrir a ésa sensibilidad casi femenina de la que tantas veces me has acusado y disfrazarla con las palabras más soeces con las que pueda expresar mis... sentimientos... crímenes... no sé... Y, de paso, hacerte pasar un rato agradable con mis recuerdos. En fin, pasemos a las confesiones. No olvides que pecado confesado...

En realidad, se habían producido algunos signos precursores que debieran habernos hecho desconfiar. Recuerdo que un día, en el primer viaje a Avila, tras una frenética cabalgada de las más sanas –te había poseído durante un buen rato y había conseguido que gozaras un número considerable de veces sin discutir conmigo por quién tenía mayor número de orgasmos -, nos encontrábamos recuperando fuerzas, tumbados de cualquier manera, abrazados y abandonados al inocente placer de intercambiar pequeñas confesiones y bromas cómplices.

De repente, a causa de un chiste que hice, o tal vez de alguna exclamación que se me escapó y que seguramente encontraste divertida, te abalanzaste sobre mí de una forma muy espontánea, muy vital y totalmente nueva, te refugiaste entre mis brazos e hiciste este comentario aparentemente anodino: “¡Ah! ¡Cómo te quiero!”. Yo te acurruqué contra mi pecho para ocultar la sorpresa y la turbación. Lo que acababas de decir me parecía una imprudencia.

Luché y me sermoneé. Intenté convencerme de que no era más que un imbécil enamoradizo que se montaba películas en la cabeza y veía violaciones de nuestro pacto de amistad donde no las había, y de que tu exclamación, clara y sin segundas intenciones, sin duda era el resultado de la ternura que habitualmente se siente tras el coito... Aunque se parecía mucho a lo que generalmente se entiende por “hablar con el corazón en la mano”.

Con todo, mi actitud para contigo cambió desde ese día.

Por mi parte debo reconocer que desde hacía algún tiempo tenía la impresión de estar incurriendo en falta. No siempre me comportaba como un amante honesto y, a veces, mi actitud y los sentimientos nuevos que experimentaba se alejaban del recto camino que jamás debieran haber abandonado: el que trazaba mi pene cuando se introducía bien tieso en tu interior...

Había empezado a soñar contigo y te lo confesé. Pero ¿se es culpable de los sueños? Lo más horrible del asunto es que mis sueños no siempre eran eróticos, sino que se mezclaban situaciones de lo más doméstico... Me da vergüenza confesarlo, pero cada vez me sorprendía más a menudo pensando en ti sin masturbarme, sin ni siquiera experimentar el ardor y la rigidez natural que la evocación de su amante debe suscitar bajo los pantalones de un hombre. Había algo en mi interior, aparte del sexo, que se emocionaba profundamente, algo que no sabía muy bien dónde situar, pero que resultaba sospechoso. Oculté aquella duda abominable todo el tiempo que me fue posible, hasta que un día en que me encontraba especialmente sensible y aprovechando una fiebre que podía excusar cualquier desvarío, me propuse revelarte la espantosa verdad: sin ninguna duda había caído muy bajo, pues, de una forma solapada y viscosa, había empezado a amarte... Incluso tuve la desfachatez de asegurarte que corresponderías al amor que te ofrecía tarde o temprano.

Haciendo gala de un sentido del tacto y de una indulgencia encomiables para una persona que se vanagloriaba de ser poco diplomática, fingiste ignorar aquel pecadillo que acababa de confesar. Con una amable sonrisa, un gesto tranquilizador y unas pocas palabras, me mimaste para taparme la boca... ¡Y desapareció! ¡El pecado que seguramente me arrepentiría de haber confesado ya no existía!... Lavado por un beso, ignorado por tu silencio, comenzó a fundirse en tu sonrisa dubitativa, que, al menos para mí incomprensiblemente, se complacía más en escuchar mis delirios obscenos de los instantes fogosos que mis enfermizas palabras de amor.

Animado por tu ejemplo, y dado el escaso éxito de mi intentona por cambiar el rumbo de nuestra relación, me recuperé de esa terrible enfermedad del alma a marchas forzadas.

Tras mi debilidad pasajera, me prometí a mí mismo: “Nunca más ensuciaré esta amistad ni una relación física tan hermosa con la trivialidad de mis sentimientos impuros”. Y, a continuación, puse todo mi empeño en olvidar que había en mí una zona extraña, que no era pene, ni pelo, ni piel, y que permanecía ávidamente a la espera cuando ya habías acariciado, lamido y estrujado todas las demás.

Poco a poco fui reconquistando mi inocencia mediante procedimientos muy pascalianos. “Para creer en Dios –decía el gabacho -, lo único que hay que hacer es arrodillarse y rezar”. Así que emprendí la tarea de mi reeducación con un interés absolutamente meticuloso. Me prohibí terminantemente pensar en ti si no era como amante, lo cual implicaba toda una serie de ejercicios físicos y espirituales. Por ejemplo, evocar de tu alma tan sólo la incipiente afición a los juegos eróticos en los que te estabas iniciando, de tu voz las entonaciones más lúbricas y emocionantes que emites cuando estoy dentro de ti, y de tus ojos, los destellos turbadores que los teñían de un resplandor dorado durante el orgasmo. Aunque, de cualquier modo, era preferible imaginar tu cuerpo a tu espíritu, tu boca a tu voz y tu coño a tus ojos...

Además, aquellas fantasías debían ir acompañadas, siempre que fuera posible, de auténticos sacrificios en honor del onanismo más convencido. En consecuencia, me acaricié un número determinado de veces pensando en ti, con una finalidad eminentemente terapéutica. Incluso llegué a pensar si no estaría experimentando el reflejo que descubrió aquél científico ruso, Pavlov, cuyo perro segregaba saliva en cuanto oía el sonido de un timbre; tú sustituías el perro por mi polla y el timbre por tu nombre, y obtenías el mismo resultado... Me encontraba en vías de curación.

Fuiste tú quién lo echaste todo a rodar. ¡Sí tú! Y la recaída fue muy grave, por no decir definitiva. Después de habértelo propuesto mil veces y mil veces haber sido rechazado, un día dijiste: “Quiero pasar toda la noche contigo; quiero dormir contigo”. Aquellas palabras, no por esperadas, dejaron de producirme una deliciosa sorpresa ya que siempre había temido que mi capricho te pareciera una extravagancia, una cursilería tremendamente vulgar. Al proclamar “prohibido el amor”, habíamos levantado unas barreras e inventado unos tabúes. “Prohibido el amor”... ¿Acaso aquello no significaba también “prohibido el sentimentalismo”? Dormir conmigo –habías dicho dormir- era una actividad todavía inédita, jamás realizada y, a causa de tus anteriores negativas, ni siquiera contemplada, cuya súbita perversidad me producía una viva agitación y un estremecimiento de placer.

Para colmo, nuestra corrupción llegó hasta el extremo de preparar minuciosamente la coartada para el resto de personas de nuestro entorno: cada uno de nosotros teníamos un plan diferente para ése fin de semana y no podríamos vernos.

Hasta adornamos con sumo cuidado la puesta en escena: ni la luz cruda con la que habitualmente me gustaba iluminar nuestros cuerpos cuando retozaban, ni la oscuridad total, que facilitaría al mismo tiempo el delirio de los espíritus y la explosión de los cuerpos, sino la luz de unas velas, que tú te encargaste de comprar y que propiciaría una peligrosa tendencia hacia el romanticismo, la intimidad, la ternura y la suavidad. El brillo de su llama danzaba sobre nosotros y nos hacía más bellos, más misteriosos, más conmovedores... Además, estábamos en una habitación extraña de un hotel, y los tabiques delgados y demasiado indiscretos nos impedían abandonarnos a la turbulencia que habitualmente caracterizaba nuestros encuentros. ¿Cómo no sucumbir a aquel clima? Penumbra que el resplandor ambarino de unas velas iluminaba sin traicionar, silencio apagado, habitado únicamente por nuestros susurros... Personas más duras que nosotros hubieran cedido a la tentación...

Yo sentía un violento deseo de ti, y al principio creí que mi cuerpo, ese querido compañero sólido y decidido iba a traicionarme, pero no fue así. Fue tu cuerpo, envarado por el miedo del delito que estábamos cometiendo, quién monopolizó la atención de ambos.

En efecto, se portó como un héroe arrojándose al agua para salvar las apariencias y ahogar el veneno, luchando, debatiéndose y gozando deprisa, muy deprisa y con gran intensidad para dejarnos sin aliento y sin palabras.

Pero en ése preciso momento comenzaste a hablar. ¡Ah! ¡Nunca debiste hacerlo! En aquella cálida oscuridad temblorosa, tu voz, más tierna e infantil que otros días, y, por una vez tan pródiga, fluía con toda naturalidad, como un tibio caudal... No como un caudal de aguas límpidas, sino de aguas turbias, tormentosas, dudosas; como una corriente que ascendía de las profundidades arrastrando una carga de algas arrancadas, de arena, de restos de conchas, de innumerables secretos sobre tus anteriores amantes, confesiones y confidencias que me halagaban, y yo te escuchaba paralizado por el estupor y por un inmenso agradecimiento...

Por supuesto, los animales racionales que se agitaban en nuestro interior reaccionaron de inmediato. Y la sensatez nos impulsó a tocarnos de nuevo, a abrazarnos, a acariciarnos. Pero sin amor, ese amor que nos parecía excesivo. Te entregaste a mí con fogosidad, con pasión, con delirio. Me pediste gestos tiernos y rendiciones ardientes, los exigiste y los comentaste con palabras diferentes a las de tu confesión anterior. Sin embargo, incluso aquellas palabras soeces, truculentas, apropiadísimas en suma para el sexo, me hacían sentir una inmensa gratitud, porque quizás era la primera vez que me obsequiabas con tanta elocuencia, utilizando un vocabulario que me rendía homenaje al recordar mis propias palabras, las mismas que yo te había susurrado o gritado a menudo, las mismas que tú habías conservado para devolvérmelas ahora transformadas, metamorfoseadas por tu voz de mujer enamorada.

Te poseí varias veces y por todas partes, por todas partes al mismo tiempo. Me las arreglé para dejar cada milímetro de tu cuerpo colmado de mi carne, y tú consentías enloquecida todas mis invasiones, las alentabas, las provocabas. Franqueé tu puerta estrecha con una facilidad que me sorprendió. Te susurré al oído “Nunca habías estado tan acogedora” y pude notar tu estremecimiento, el escalofrío recorriéndote la espalda. Y era cierto, te sentía profunda, accesible, permeable a todas mis exploraciones.

Algo en el fondo de tu ser cedía sin violencia, sin oponer resistencia. Las barreras ya no existían, hubiera podido penetrar totalmente en tu interior. Te habías reblandecido y enternecido con tus propias palabras, aún más que con mi robusto cuerpo vivo y anhelante de ti, donde brillaba el resplandor de una llama, más que con mis ojos en la oscuridad, más que con mis manos acariciando tu piel...

Unas palabras canturreaban en mi mente, unas palabras febriles que mezclaban con toda tranquilidad el amor y la animalidad más ingenua y encantadora, unas palabras triviales, unas palabras maravillosas, unas palabras que procedían de tu interior, del rincón más recóndito de tu mente...

martes, 22 de enero de 2008

MIERDAMOTO

Yo, como todo hijo de vecino, tengo mis fobias y mis filias. Nunca se sabe a ciencia cierta el porqué de estas preferencias o aversiones, por mucho que se haga trabajo de introspección. Aunque todos, en aras de la convivencia pacífica, tengamos que tragarnos algunos sapos y culebras para evitar enfrentamientos no deseados o que nos pueden traer más perjuicios que beneficios.

Pero en algunos casos, aunque no sepamos muy bien la razón de nuestras cóleras, éstas están más que justificadas. En mi caso concreto, tengo una tirria a las motos que es que me solivianto en cuanto veo algún tonto de esos que van montados en un mosquito. Entendedme bien: no tengo manía al los moteros, ni mucho menos; más bien todo lo contrario, me parece algo tan romántico y tan meditado por parte de las personas que practican ése deporte, con sus riesgos y sus bellezas, que he de confesar que en más de una ocasión me he planteado comprar una moto y salir por ahí a hacer kilómetros.

Mi grima se reduce sólo a los ciclomotores. Sobre todo a esos proyectos de moto que llevan algunos muchachos jóvenes, sin silenciador, y sin responsabilidad ninguna por su parte, y que me ponen los nervios de punta. Eso de ver por la calle a algún tonto montado en un ruido, me saca de mis casillas tanto, tanto, que en más de una ocasión, cuando pasaban por mi lado, he sentido la tentación de levantar una pierna y meterles el talón en toda la boca, para que dejen de molestar de una puta vez.

Y no quiero ni hablar de buscar aparcamiento en mi barrio... Porque los señoritos son tan chulos que para aparcar una mierda de medio metro de ancho necesitan el mismo sitio que un tráiler... Es tanta la manía que les tengo, que cuando decidí comprar una parcela y hacerme una casa, me aseguré de encontrar un pueblo cercano a mi ciudad donde no hubiera jovencitos con moto. De hecho, la primera nacida y empadronada en dicho pueblo en los últimos 50 años es mi hija, así que...

Pero es más... Cuando el señor juez decida lo que quiera con el problema de mi casa, y esté terminada, voy a comprarme una escopeta bien grande, para si, de repente, deciden hacer reuniones los de los pueblos vecinos cerca de mi parcela, cargarla con balas de sal, y pegarles un susto de muerte... Ya verás qué rápido se buscan otro lugar de reunión.

Porque, por supuesto, no voy a pegarle un tiro a un chico, claro. En el fondo los culpables no son ellos, sino sus padres que les consienten la irresponsabilidad de ir por ahí destrozando los nervios del resto de la ciudadanía, poniendo en peligro a todo bicho viviente, incluidos ellos mismos, y aparcando donde les sale de los huevecillos pelones que están en proceso de maduración.

Una de las cosas que más me gustó de Barcelona cuando viajaba a ella, era ver las motos aparcaditas en la acera. Allí (que me corrijan los que van más a menudo, si me equivoco) hay una normativa municipal que OBLIGA a aparcar las motos en las partes más anchas de las aceras, procurando que no molesten ni a peatones ni a la circulación del resto de vehículos. De esa forma, el espacio disponible para aparcar turismos (y camiones, que cuando viajaba allí era en camión) no se veía mermado por ningún chulo que, esperando a la novia, hacía gala de vespino nueva y jodía el aparcamiento a un par de turismos. Sí, digo un par, no uno sólo.

Y es que cuando estos elementos deciden atracar sus blancas carrozas junto a la acera, se aseguran de colocarla de tal manera que, aparte de ocupar cuatro metros de espacio (y os aseguro que hay veces que no entiendo cómo lo hacen, deben de estirar la carrocería de los mosquitos justo antes de aparcarla, pero de verdad que ocupan la hostia de espacio para lo diminutas que son), dificultan de tal manera aparcar a su lado, que es preferible continuar buscando sitio que intentar ponerlas a continuación. Por que son tan pequeñas, pesan tan poco, que con el roce del aire del tubo de escape se pueden ir al suelo.

Y claro, ahí tienes montada la marimorena en menos que canta un gallo. No sólo aparece el dueño de la mierdamoto, sino también su novia, su suegra, la vecina del tercero, probablemente el sufrido padre que se ha gastado sus buenos sueldos para que su criatura tenga con qué presumir y echarse novia (sospecho que para que se vayan antes de casa), y el bienintencionado enteradillo de turno que "lo ha visto todo perfectamente" desde el sofá de su casa viendo el fútbol... Y, de repente, te has convertido en un criminal que ha destrozado el futuro de un "pobrechico", y que no tiene más razón de ser que putear a la sufrida víctima de la agresión. Porque en ningún momento ha sido un accidente... tiene que haber sido a posta...

Encima que te putean por ocupar mucho más espacio del que les corresponde. Encima que te obligan a realizar maniobras imposibles para colocar un turismo donde siempre aparcas sin mirar. Y encima que tienes aún la santa paciencia de ayudar a levantar la mierdamoto y disculparte ante una colección de granos que no sabe si mata o espanta. Encima. Tienes que aguantar el chaparrón que te viene encima de todo el vecindario y aguantar el estigma de convertirte en un criminal que no sabe aparcar.

Todo ello, claro, si no te da el ataque de furia y coges la mierdamoto y la lanzas por encima de los contenedores de basura, a cuatro metros encima de la acera. En esos casos no aparece ni la Guardia Civil. Aparcas a gusto y encima dejas espacio para que aparque otro coche. Y del dueño, ni señal, oiga... desaparecen como por arte de magia...


sábado, 19 de enero de 2008

EL FIN DE UN HOMBRE, EL PRINCIPIO DE UNA LEYENDA.


Este dibujo, de Sansón en el Norte de Castilla, resume como pocas imágenes el sentimiento de cualquier aficionado al deporte, en cualquiera de sus disciplinas, ante la noticia que se producía ayer mismo: Robert James Fischer, más conocido como Bobby Fischer, ha muerto en Reykjavík, Islandia... a la asombrosa edad de 64 años... justo el número de casillas del tablero de ajedrez.

Yo que no creo en las casualidades, sino en las causalidades, pienso que un hombre que comenzó a jugar al ajedrez a los 8 años (aunque cuentan que aprendió a jugar con seis años con las instrucciones de la caja del juego), ha ido consumiendo las casillas que han conformado su vida y la pasión a la que la dedicó su portentoso cerebro, su fuerza vital y, en los últimos años, su razón.

Un dato más para alimentar su leyenda...


martes, 15 de enero de 2008

MALOS TIEMPOS PARA LA LÍRICA

Ya estoy aquí de nuevo. A pesar de las vacaciones. A pesar de la maldita gripe que me ha tenido cuatro días en el limbo de la fiebre. A pesar del cambio de ordenador y de los ajustes de última hora. Y a pesar de la falta de tiempo; no quiero renunciar a tener al menos un par de horas a la semana para poder escribir aquí y contestar a los pocos que seguís visitando este inconstante sitio. A todos vosotros, gracias por las muestras de apoyo y la constancia que le faltan a este humilde autor.

No puedo prometeros que continuaré escribiendo al mismo ritmo que hasta ahora. Entre los estudios (me he empeñado en aprender lo máximo posible del sistema operativo que ahora estoy utilizando y sacarme algún título de administrador o algo parecido), el trabajo en la fábrica, atender a mi esposa e hija y el mantenimiento de la casa, con sus comidas, sus compras, etc, no creo posible volver al ritmo anterior; más que nada por falta física de tiempo. Por muy bien que me organice, el día seguirá teniendo 24 horas. Así que os ruego paciencia, prometo actualizar tan pronto como me sea posible, nunca antes... jejejeje...

Al lío:

Muchas veces me he quejado, tanto delante de vosotros como en privado, de la atmósfera de incultura que nos rodea, en general. Esa falta de interés por todo aquello que no sea la película hiper violenta de moda, la televisión atontadora o el vídeo juego que convierte nuestros pocos momentos de asueto modernos en horas perdidas a lo tonto y a lo bobo. Y ya vemos los resultados, cada día, en los periódicos o en los informativos: Gente que opina de los asuntos que le preguntan por la calle como si estuviera elaborando un informe sesudo, sin tener ni la más remota idea y sin haberse informado sobre el tema (con lo cual quedan en el más absoluto de los ridículos). Muchachos que se crecen ante la supuesta o pretendida inmunidad que les concede la ley, hasta el punto de apalear a una mujer y después negar con el mayor descaro del mundo su responsabilidad ante los hechos. Ignorancia supina sobre la historia de nuestro pasado más cercano, e incluso una terrible y vacía falta de memoria (no sé si auténtica o provocada) sobre lo que ha hecho fulano o mengano los últimos ocho años, que nos convierte a la minoría que recordamos en enemigos peligrosos; y la mayoría olvidadiza en fácilmente manipulable.

Seguramente pensaréis que estoy mezclando conceptos: No es así. La falta de cultura general deriva en un uso mínimo de nuestras neuronas que, atrofiadas por la inactividad, nos conducen a una suerte de alzheimer colectivo que nos embrutece y facilita la manipulación de opiniones.

Pero no todo es echar la culpa a los demás, no. Yo también tengo que aceptar, al igual que cada uno en su casa, mi parte de responsabilidad en este problema. Tengo que reconocer que soy un puto pedante sabihondo que presume de los temas que domina y no reconoce sus propias carencias. Y eso es más grave que ver la paja en el ojo ajeno. Porque es la vastedad (con uve) de nuestra cultura lo que nos hace mejores personas, más receptivas y más abiertas a las opiniones de los demás. Es lo que dice la famosa frase de "los nacionalismos se curan viajando", cuyo autor, desgraciadamente, no recuerdo.

Mi viga en el ojo ha sido siempre la poesía. Para mi desgracia, nunca he sabido paladearla. La bebo como quien bebe un vino de marca excelente, pero cuyo sabor no le agrada. Más por convencionalismo social que por verdadero gusto. Continuando con la alegoría, prefiero los vinos sencillos y caseros de la novela fantástica (que hasta hace poco apenas podía leer por faltarme una regla imprescindible) que la pesadez del virtuosismo lingüístico y el preciosismo poético.

Y quizá el origen de esta grima literaria tenga su origen en la formación recibida. En la obligación de leer auténticos peñazos poético-depresivos de eminencias literarias como Rubén Darío o Juan Ramón Jimenez. Porque hay una pequeña parte de poesía que sí me gusta. Recuerdo con cariño las primeras poesías escritas en castellano ("Faciendo la via do calatraveño non vi una vaqueira tan fermosa como aquella vaqueriña de la Finojosa"), o la "Canción del pirata" o aquella otra que hablaba de las penas de un prisionero en su celda y la esperanza que le ofrecía un pájaro cada amanecer. Aquella poesía sí me gustaba. Era más sencilla, más auténtica.

Hoy, en cambio, la poesía se ha hecho tan rebuscada, tan críptica, tan personal que apenas puede ser entendida, salvo honrosas excepciones, por su propio autor y cuatro personas muy cercanas al mismo. Es cierto que sigue siendo estéticamente agradable en algunos casos (Esto va por ti Angie); y que es eso lo importante, al parecer... pero sigue siendo para la mayoría de nosotros difícil y pesada. Quizá por eso no es económicamente rentable ni para las editoriales, ni para los propios poetas. Es dificilísimo vivir de la poesía, por no decir imposible. Salvo que además de poeta, aproveches tu sensibilidad artística y aprendas también música.

Porque los poetas modernos, hoy por hoy, si quieren vivir de su arte, han de ser además músicos. Ahí sí hay mercado. Todos conocemos ejemplos vivos de esta especie cuyo éxito no se debe a su virtuosismo con determinado instrumento, sino a la composición poética de sus canciones.

Se me acaban las ideas para escribir, así que os lanzo una pregunta. ¿Cuentan, para descargo de mi propio ego, las canciones que escucho como poesía para cargar mi bagaje cultural?

Malos tiempos para la lírica, como cantaron en su época "Golpes Bajos": Este sí es un buen ejemplo.


lunes, 7 de enero de 2008

YA CASI HE VUELTO

Tras el descanso vacacional, merecido tanto por mi esposa (a la que, por cierto, han despedido hace poco) como por mi mismo; hago intención de volver en breve a estos pagos, si la suerte y la economía me lo permiten. O sea, que me queda un poco para volver a torturar a los lectores de este blog asíduamente... aunque me temo que no será tan a menudo como lo hacía antes de este periodo de reposo, ya que mañana mismo comienzo de nuevo a trabajar (espero que en esta ocasión por una buena temporada, si la espalda me lo permite).

Para poder contaros todas las cosas nuevas que han ocurrido durante mi ausencia de estas líneas, tengo que hacer un poco de historia... bueno, más bien de prehistoria, al menos tecnológicamente hablando.

Mi primer ordenador, un Amtrad, llegó de la mano de mi tío Pepe, que al retirarlo del servicio activo, pensó que podría ser un buen principio para que su ahijada, mi hermana, se introdujera poco a poco en las nuevas tecnologías. Como casi siempre ocurre, aquella pequeña maravilla tecnológica causó furor en mi casa apenas los quince primeros días... nadie sabía cómo manejar aquel engendro excepto para cargar los dos juegos en cinta (sí, sí, en las cassettes antiguas) que habíamos heredado de aquel familiar con toda la buena intención del mundo. Así que una vez que los pequeños de la casa se hartaron de esperar a que los juegos se cargaran durante largos minutos, pude meter mano en aquel mundo desconocido para mí del lenguaje de programación basic... Por supuesto, me di el batacazo padre, pues no tenía a nadie que me enseñara y los recursos económicos para aprender aquel abracadabra no estaban a mi alcance.

Años después, alrededor del 1992 y después de haber estado trabajando como vendedor en algunas empresas del ramo de la informática, me decidí a comprar mi primer ordenador, aprovechando que la última empresa en la que había estado renovaba su parque tecnológico. Así que mi primer PC fue un pentium a 133 Mhz, que para la época ya estaba algo desfasado, pues comenzaba a carrera de los megaherzios entre Intel y AMD. No obstante, aprendí una máxima que sigo repitiendo casi a diario y que me enseñó un gurú de la informática en aquellos tiempos: Sostenía aquél amigo que aprender a manejar un ordenador era muy fácil, pues se trataba de máquinas tontas que sólo sabían decir sí o no, pero muy deprisa... y yo me consideraba lo suficientemente capacitado para engañarla, así que me embarque en un viaje de conocimiento del que aún no me he apeado.

Aquél primer ordenador dio todo lo que pudo de sí mismo en el pulso intelectual al que le sometí... y cascó, claro... en manos de un novato sin miedo a romper nada, un ordenador dura lo que puede, pero nuestros cráneos, diseñados por la naturaleza para conservar la integridad de nuestras neuronas, son más duros con diferencia.

Al poco tiempo, con unos pocos conocimientos adquiridos de lo que se podía hacer con aquellas máquinas maravillosas, y habiendo probado las mieles de la comunicación a través de Internet, decidí invertir en un buen ordenador que me permitiera seguir avanzando y aprendiendo nuevas técnicas. Mi primer ordenador nuevo, a estrenar, fue un K-6 de AMD que prometía mucho más rendimiento y fiabilidad que los microprocesadores de Intel. O al menos eso me contaron aquellos a los que pedí consejo en aquella época. Como mis conocimientos de las nuevas tecnologías se incrementaban exponencialmente, pagué mis frustraciones con aquél pobre bicho... Cuando el famoso Güindos 95 me mostraba sus impepinables pantallas azules poco antes de pararse en seco, yo amenazaba e insultaba al "chino" que vivía dentro de mi ordenador con soltarle un martillazo a desgarrapellejo para que espabilara... hasta que en un acceso de ira y mala leche, un buen día, le solté una patada que dobló completamente la carcasa de mi torre, fracturando y dividiendo por la mitad la placa base sobre la que se sustentaba todo el tinglado...

Curiosamente, aquél patadón tuvo efectos colaterales completamente inesperados y poco comunes: nunca más, repito, nunca más, se volvió a colgar. No sé si por miedo a otra agresión o porque alguna de las conexiones internas de aquellos circuitos, que estaban burlándose de mí, falleció en el impacto. Tuve aquel ordenador escacharrado en funcionamiento cerca de tres años sin una sola avería nueva. Hasta que a finales de los noventa, decidí cambiarlo de nuevo.

Esta vez, con algo más de conocimiento propio, elegí uno a uno los componentes de mi nueva maravilla: un K-7 con placa Gigabyte GA-7DXR recién salida al mercado (tanto que tuve que pedirla por Internet a la fábrica, ya que aún no había llegado a España) con soporte para 8 discos duros de 8 gigas... La rehostia para aquella época... teniendo en cuenta que lo normal eran discos de 4 gigas o así; el pepino que me compre a cachos era lo más de lo más en aquellos tiempos.

Y ése ha sido mi compañero hasta la semana pasada. Después de ayudarme a migrar de güindos a linux, de conocer como nadie mis secretos, mis escritos, mis ligues cibernéticos, mis amistades hechas a través de la red y de convivir con algunos portátiles muchos más avanzados que él mismo; después de verse relegado a morir poco a poco en el abandono de la casa de mis padres cuando decidí casarme; después de verse resucitado y funcionando a pleno rendimiento gracias al software libre. Después de todas ésas vicisitudes; el otro día, antes de volver a conectarme tras las vacaciones, decidí hacerle una limpieza general y adecentarlo un poquito, que tenía los ventiladores con más mierda que el rabo de una vaca. Desmonté todos sus componentes. Limpié con esmero los disipadores, descarté los ventiladores viejos y los sustituí por otros nuevos. Compré nuevas pastillas de memoria (a precio de oro, por cierto, que las memorias viejas están muchísimo más caras que las nuevas y son más difíciles de encontrar que el preciado metal). Y cuando lo estaba montando de nuevo, el fatídico crack de un condensador de la fuente de alimentación me hizo sospechar que le había dado un infarto al procesador.

Efectivamente, cuando terminé de montarlo, aquello no arrancaba ni a tiros. Lo llevé a reparar y me dijeron que la placa base estaba quemada...

Os juro que se me partió el corazón. Es como si me hubiera muerto el perro... Sentí una rabia comparable a la defunción de alguien querido. Después de todo, he compartido con ésa máquina, o a través de ella, tantas cosas durante tantos años... que me hubiera gustado jubilarla como se merecía, en funcionamiento, renovada y retirada del servicio en plenitud de facultades; y no así... fallecida en acto de servicio por culpa de mi propia ineptitud.

El caso es que estoy de ocupa en el portátil viejo (que por cierto, estaba también "kaput" y he tenido que resucitar) hasta mañana, por lo menos, en que me acercaré a una tienda a desembolsar 250 euracos para montarme un nuevo ordenador que ocupe el lugar del caído en acto de servicio.

Espero que el nuevo no me de muchos problemas y pueda aguantar el servicio intensivo al que estaba sometido su antecesor...