La Deuda (continuación)
“Amor mío, ven, invádeme, deslízate por mi interior, habita mi cuerpo como si fuese la única morada posible... Ven más adentro, más aún. Ven a latir en mis profundidades, a chocar contra mis diques, a sitiarlos, a derribarlos, a atravesarlos. ¿Por qué no vienes más adentro? Te quiero más grande y más fuerte, quiero sentirte aún más. Soy una gruta mágica, sumérgete en mis secretos, en mis tesoros. Entra dentro de mí. Tengo ganas de notarte así; agrandándome, es tan fácil, puesto que te amo y puedo decírtelo... Mi boca todavía no ha confesado nada, pero mi cuerpo, que se abre para ti como nunca lo ha hecho, lo proclama con su lenguaje propio. No han sido tus dedos ni tu suave y duro miembro los que lo han mojado y persuadido, sino tu silencio cómplice, tus palabras y tu comprensión las que al deslizarse sobre mí, han bañado y empapado hasta el último rincón y me han convertido en un inmenso pozo sin fondo ávido de ti e imposible de saciar.
Si continúas golpeando de ese modo tan voluptuoso en el fondo de mi vientre, no podré contenerme por más tiempo... Siento la inefable caricia de tu vello en mis nalgas, siento que mi corazón late violentamente tres veces por segundo y que tu maravilloso látigo penetra en mí, tan acogedora como una catedral abierta de par en par y en cuyo interior tu ariete se enardece...
Ya está, ya está, ya viene... Voy a decírtelo, voy a decirte que te quiero, que te quiero desde hace mucho tiempo, y tanto... con tanta intensidad...” ¡Te quiero!
Lo has dicho... Lo has dicho consciente y voluntariamente: el goce no sirve de excusa. Y yo lo repito con la misma intensidad con que un espejo devuelve tu imagen, lleno de luz y de alegría por la confesión. Has proferido esa abominación deliciosa y yo he sido tu cómplice. Porque yo también te amo, y quizá nunca podré volver a gozar sin decírtelo... sin escuchártelo... Te quiero, te quiero... ¡Ah! Que bien suenan, qué limpias son estas palabras durante tanto tiempo retenidas, combatidas, ahora que hemos capitulado por culpa de unas miserables velas y de tu repentina locuacidad... Siento que esta incontinencia me desgarra; sí me desgarra, pero también me alivia.
Te poseí una vez más; estabas encima de mí, yo estaba ensimismado y tú, enloquecida, me cabalgabas mientras mi boca continuaba pronunciando aquellas terribles palabras a tu oído.
“Haz sitio, amor mío, trazaré un camino en tu interior. Siento palpitar mi sexo como un pájaro cautivo, sorprendido por la trampa en la que acaba de caer. Consérvame dentro de ti, conviértete en mi jaula, en mi cárcel de carne y sangre, y todas las palabras que pronuncies tejerán a mí alrededor una tela de araña de la que jamás podré ni querré escaparme. Excavaré una guarida en ti con mi dardo, un túnel donde desearía sepultarme para siempre y cuya frontera me embriaga.
Pon tus manos sobre mí, aquí en mi pecho. No tienes manos que correspondan a una mujer. Tienes manos firmes, de guerrero, seguras del placer que saben proporcionar. Desde que te conozco, ya no puedo conformarme con sentirme dentro de ti en un solo lugar; quiero sentir mis dedos en tu culo, quiero que te moldeen, que te llenen, que forjen tu goce doloroso y soberano.
Quiero sentir mi boca en tus pechos, quiero experimentar intensas contradicciones, sentirme enorme y diminuto a la vez, salir de tus entrañas para regresar a ellas del mismo modo en que el salmón remonta el río, a contracorriente, para regresar al origen...
Quiero que te mantengas muy abierta y desgarrarte, que mis brazos inmovilicen tus piernas y que mi ataque sea impetuoso y profundo como no ha sido nunca antes. Quiero hacerte sentir la incertidumbre de no saber si estás haciendo el amor o dando vida a una criatura nueva, de ignorar si estoy dejándote preñada o naciendo de ti..."
Exijo la paradoja; me exijo a mí mismo la espera interminable, retenerme hasta que ya no pueda más, cerrarme y aguantar mucho, mucho tiempo para proporcionarte placer durante mucho, mucho tiempo, y a la vez exijo que te rindas, que te fundas, que me estrangules y me arrastres con tus espasmos, que goces muy deprisa y muy intensamente con un grito de sorpresa y de felicidad, de pesar y de victoria...”
Quiero todas estas pruebas de amor y muchas más, las más habituales, las más tópicas, las más maravillosas.
La noche aún no ha acabado y continuamos divagando, resignados ahora a nuestra triste suerte de seres desenfrenados que se aman. La vela arde, como si fuera el símbolo de una elocuente fragilidad, protegida no obstante contra el tenaz viento... Y yo ardo con ella, y mi llama no es menos ferviente. Mi corazón se alegra de que sigas hablando, aunque tu humor ha cambiado desde la felicidad a la melancolía, desde la melancolía hasta casi la ira; parece como si te disgustase haber disfrutado tanto y comienzo a sentir tu urgencia por marcharte, por que la noche se acabe. Tus palabras me emocionan: tus palabras sencillas, sin promesas, tus frases en pasado, tu cuidado de no conjugar jamás el futuro...
La única visión de futuro que me ofreciste ha quedado grabada en mi memoria como la más conmovedora de tus confesiones. “No debes odiarme si algún día me voy...” Y aquello, que viniendo de otra persona me hubiera herido, lo acepté porque lo dijiste tú; de hecho, más que aceptarlo, lo saboreé...
A cualquier otra, mi susceptibilidad ofendida habría respondido: “¿Y por qué no puedo ser yo el primero en irme?” Pero, viniendo de ti, sabía exactamente lo que significaba la frase y me embriagaba analizándola.
Porque, sin duda, aquello era una declaración, una de las declaraciones más osadas, una forma de sugerir: “Y si llegara a amarte tanto que resultara peligroso, si llegara a amarte hasta el extremo de necesitar una ruptura” Aquella idea digna de Napoleón (“En cuestión de amor, tan sólo cabe un acto heroico: la huida” decía el emperador), aquella idea imperial y delicada, aquel modo de confesar y retractarse al mismo tiempo continúa siendo para mí una joya inapreciable, el anillo de compromiso que jamás me ofrecerás, la no petición de matrimonio de una mujer que se siente al borde del amor de su vida y, sin embargo, se prepara para no ceder jamás a él.
Así es como entendí aquél “no debes odiarme si algún día me voy”, y ésa es la razón por la que sigo considerando aquel ruego como la cosa más insólita que jamás hayas pronunciado.
No, mi querida amiga, extraordinaria mujer que tanto me has hecho sentir, no te odio ni te odiaré jamás, eres libre de tus actos, de tu alma y de tu corazón, libre de tus inquietudes y de tus escrúpulos, y no sentirás ningún remordimiento porque, si es preciso hacerlo, tendré el valor de jurar, como Cirano en el momento de morir: “No, no, mi querido amor, no te amaba...”
Y dormimos en aquella cama extraña milagrosamente encajados el uno en el otro, como dos piezas complementarias del mismo puzzle, como dos compañeros súbitamente curtidos por las contingencias de lo cotidiano. La experiencia hubiera debido ser una novedad, pero como en otras muchas actividades que después iríamos descubriendo, yo tenía la extraña sensación de haber compartido siempre tu sueño y de saber por instinto la actitud que debía adoptar para amoldar mi enorme cuerpo y no molestarte. Al verte durmiendo, te descubrí aún más femenina y vulnerable, atenta a mi bienestar como yo lo estaba al tuyo, y pensé: “Ahora la amaré también porque duerme y su sueño es todavía más enternecedor que todo lo demás”.
El amanecer nos sorprendió cansados, turbados y como exhaustos por la aventura. Tras una despedida escueta y malhumorada, te marchaste a casa, y entonces, me aferré a la esperanza de que no hubiese sucedido nada trascendental, de que la noche pasada pudiera compararse con una especie de borrachera conjunta que nos había hecho divagar a ambos y exaltarnos algo más de lo que nos estaba permitido...
Cuando volví a verte, te mostraste un poco distante, un poco fría, un poco indiferente. Sólo un poco, en efecto, pero a mí ya me parecía demasiado. El dolor que experimenté, vivo, agudo, lacerante, me hizo comprender que podía olvidar para siempre mis esperanzas de curación. Por desgracia, el diagnóstico acababa de concretarse repentinamente, de un modo luminoso e irremediable, en aquellos síntomas demasiado evidentes que no irían sino agravándose con el tiempo y que contribuirían a que el final de nuestra relación fuese aún más doloroso: mi duda si tu mirada parecía rehuirme y mi tristeza si se posaba en otro hombre...
Procuré enfrentarme a la verdad cara a cara: mi estado era grave, muy grave. Se trataba de un tumor tal vez no incurable, pero en cualquier caso maligno; de algo peor, de una verdadera enfermedad, insidiosa y progresiva, cuyo contagio se debía a la imprudencia, al descuido, a la ingenuidad. Una enfermedad del corazón de esas que a todos nos gusta creer que sólo afectan a los demás.
Tu paso por mi vida a dejado una huella indeleble en mí, obrando un milagro inconcebible para otro poder del Universo que no sea el amor: convertirme en mujer y en madre para saldar la deuda cósmica que mantenemos entre tú y yo desde hace más de ochocientos años. Y también ha trastocado tu sexo: tú, M, eres el padre femenino de esta criatura, la única que tendremos juntos y que traigo al mundo poco a poco, línea a línea, página a página. Tú has sabido inspirarla, suscitarla, sugerirla... Tu paternidad, como todas las paternidades, se limita al papel de germen. Soy yo el responsable de ejecutar el resto, y lo hago con pasión, con el dolor y el placer de trabajar mucho tiempo, mucho, y de elegir las palabras y las frases adecuadas para alumbrar nuestra obra común: un hijo del auténtico amor, un hijo de papel engendrado con tu semilla -los recuerdos que me has dejado y los sueños que me has inspirado- y nacido gracias a mi esfuerzo constante, a mi parto de aprendiz de escritor y a la tinta de esta pluma que me da la impresión que se está agotando.